JUEGO DE OJOS: La última misión
Han pasado 55 años y es historia perdida en nuestra apabullada memoria
colectiva, pero como los periodistas hacemos voto de la palabra, es decir, del
recuerdo, rememoro como cada año el episodio del 25 de enero de 1970 en el que
quince reporteros y fotógrafos murieron en un accidente aéreo en las cercanías de
Poza Rica.
Los cuatro integrantes de la tripulación de la nave, un "Convair 240", y un
funcionario del Instituto de Estudios Políticos y Sociales del Partido Revolucionario
Institucional, también pererecieron.
Era la campaña presidencial de Luis Echeverría, entonces vigoroso heraldo
del “arriba y adelante”. En aquel tiempo los peligros de nuestra profesión eran las
condiciones de trabajo, el acoso de soberbios y poderosos políticos y jefes de
prensa y las dictaduras tribales de “empresarios periodísticos” de quienes no se
conocía texto escrito ni en tarjeta postal.
De aquel grupo de informadores varios eran conocidos y algunos amigos.
Mi antigüedad en el oficio era de menos de dos años, pero ya ansiaba integrarme
a las filas de los “enviados especiales”. Aún me causa escozor el recuerdo de la
mirada de conmiseración con la que Paulino Velázquez, mi jefe en El Día,
respondió a la impertinente sugerencia de que el “Vocero del pueblo mexicano”
incorporara sangre fresca a la cobertura de la campaña presidencial.
Y entonces fue el accidente. Sergio Candelas, de la revista Tiempo, estaba
programado para ese el vuelo pero fue transferido a otra nave. Sobrevivió para ser
autor de la gran crónica de la tragedia, que reproduje en el libro De reporteros. Es
notable cómo, en medio de un intenso dolor, el periodista no sólo cumple con
informar, sino que puede citarse a sí mismo con elegancia y ubicarse como un
personaje más dentro de la crónica, en un afortunado encuentro del periodismo y
la literatura.
Juego de ojos
Miguel Ángel Sánchez de Armas
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Aquí el extracto de “La última misión”, publicado originalmente en la revista
Tiempo:
Empezaba a clarear la mañana del domingo 25 de enero de 1970. Muy
cerca de la entrada que conduce a la pista de carga de la Compañía Mexicana de
Aviación, en el Aeropuerto Internacional de la ciudad de México, conversaban
animadamente cinco personas.
Cerca de allí, en la acera, algunos vehículos depositaban maletas, bolsas
de nylon para trajes, máquinas de escribir portátiles, grabadoras magnetofónicas y
cámaras fotográficas. Más allá, a unos metros de distancia, Jesús Kramsky,
reportero del El Heraldo de México, daba un abrazo a su madre y a su hermano
que habían ido a despedirlo a la terminal aérea. Para Jesús, era su segunda gran
oportunidad periodística; los directores de los diarios y las revistas de México
ponen mucho cuidado al seleccionar personal para misiones importantes, y El
Heraldo de México había reiterado su confianza en Kramsky -casi un adolescente,
apuesto y poseedor de excepcionales dotes reporteriles- para cubrir, con otros
compañeros, la segunda etapa de la campaña electoral del licenciado Luis
Echeverría, candidato a la Presidencia de la República por el Partido
Revolucionario Institucional (PRI).
En la entrada de la bodega de Mexicana de Aviación, la charla continuaba.
Rubén Porras Ochoa, reportero de La Afición; Adolfo Olmedo Luna, de Ovaciones;
Miguel de los Santos Hernández Álvarez, de Prensa Independiente de México,
S.A. (PIMSA); Carlos Infante, de Avance, y Sergio Candelas Villalba, de la revista
Tiempo, cambiaban impresiones sobre los treinta y cuatro días de trabajo que les
aguardaban. Olmedo, lleno de orgullo, había presentado a los reporteros a su hijo
Adolfo de veintiséis años, recién egresado de la Universidad. Porras Ochoa
comunicaba a los demás su intención de invitarlos, cuando pasaran por
Catemaco, Veracruz, a un pequeño ranchito que había comprado allí, adonde
pensaba retirarse con su esposa y sus tres hijos después de uno o dos años más
de trajín periodístico. De los Santos, moreno, menudo, de ojos negros brillantes y
expresivos, permanecía -como siempre- callado ante la plática de sus
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Miguel Ángel Sánchez de Armas
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compañeros. Inundaba al grupo el ambiente de optimismo y fraternidad que es
común entre los periodistas mexicanos antes de una misión durante la cual
habrían de convivir por varias semanas.
En busca de mayor abrigo, porque el frío arreciaba, los periodistas se
dirigieron a un lugar en donde se registra a los empleados de esa sección del
aeropuerto. Llegaron más reporteros. Pepe Falconi, de El Heraldo de México, que
saludó a todos con su acostumbrado “¿cómo estás hermano?”; Rafael Moya
Rodríguez, jefe de redacción del mismo diario, que por esa única vez había dejado
su escritorio para supervisar, durante algunos días, el trabajo de sus reporteros;
Jesús Figueroa, de La Prensa, feliz porque a diez años de haber ocupado el
modesto cargo de ayudante de redacción en ese periódico, sus méritos habían
obtenido al fin un justo premio; la pareja invencible: Mario Rojas Cedeño y Hernán
Porragas Ruiz, de El Sol de México, siempre unidos, siempre leída su ágil
columna matutina “Diario de Campaña”.
No muy lejos, otros hombres hacían corrillo: los fotógrafos Eduardo Quiroz
de El Heraldo, pulcramente vestido y con una abultada mochila de piel repleta de
película, lentes, telefotos y dos o tres cámaras; Rodolfo Martínez, “el Pelos”, de La
Prensa, que ya, a esa hora, empezaba a contagiar de buen humor a sus colegas
con un gran repertorio de chistes; Jaime González Hermosillo, de Excelsior, y la
presencia solemne del maestro Ismael Casasola, fotógrafo de larga experiencia en
el periodismo nacional, ahora al servicio del PRI, entre otros más.
Empezaban a calentar unos débiles rayos de sol cuando llegaron a aquel
lugar el diputado Humberto Lugo Gil y Francisco Algorri, secretario de Prensa y
jefe de Información, respectivamente, del Instituto Político de la Revolución.
En la pista había dos aeronaves para la comitiva de información: un DC-3,
en cuya proa llevaba el nombre de “Ignacio Aldama” y un Convair, matrícula XB-
DOK. Lugo Gil y Algorri se situaron al pie de la escalerilla del Convair, relación en
mano y fueron nombrando uno por uno a los pasajeros, a la vez que marcaban
con una señal el nombre de quienes subían al avión.
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Miguel Ángel Sánchez de Armas
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A bordo del aparato estaban ya los miembros de la tripulación: Leopoldo
Ramírez Di Stéfano, piloto de treinta y seis años de edad; Luis Martínez, copiloto;
Javier Eliseo Ríos, ingeniero de vuelo, y la señora Rosa María Pedroza, taquígrafa
durante muchos años en la Cámara de Diputados, y habilitada esta vez como
azafata en la campaña electoral.
Subieron al avión los reporteros Rubén Porras Ochoa, Miguel de los
Santos, Mario Rojas Sedeño, Hernán Porragas, Adolfo Olmedo Luna, José
Falconi, Rafael Moya, Jesús Figueroa y Jesús Kramsky; los fotógrafos José Ley y
Lorenzo H. Barboa, de El Sol de México; Eduardo Quiroz, Jaime González,
Rodolfo Martínez e Ismael Casasola. También abordó la nave el doctor Camilo
Ordaz.
Detrás de ese grupo ascendieron por la escalerilla del Convair los
reporteros Sergio Candelas y Carlos Infante, pero se percataron de que los
asientos destinados a los pasajeros ya estaban ocupados. En ese lapso, mientras
infante bajaba del avión y se dirigía a otro, Candelas intercambió algunas frases
con quienes hubieran sido sus compañeros de vuelo. Pudo observar que Kramsky
y Falconi se habían sentado juntos en un asiento lateral cercano a la cabina de la
tripulación y charlaban mientras empezaban a sujetarse los cinturones de
seguridad. Otro periodista, Guillermo Pérez Verduzco, era detenido en la
escalerilla por el diputado Lugo Gil, quien le explicó que ya no había lugar.
Sergio Candelas bajó y en la pista se topó con Gregorio Ortega Molina,
reportero de la Revista de América, quien le dijo: “¿A dónde vas? Vámonos que ya
es hora de salir”. El reportero de Tiempo le explicó entonces que ya no había lugar
en el Convair, ante lo cual Ortega hizo un mohín de disgusto y dijo: “Lástima,
porque ese avión es muy rápido”. En ese momento se acercó Moisés Martínez de
La Prensa, y dirigiéndose a Gregorio expresó: “Véngase mi flaco; yo le disparo el
desayuno”, y juntos se encaminaron a otro avión, en tanto que Candelas trataba
de asegurarse de la aeronave en que viajaría él. Habló con Algorri, quien después
de confirmarle que le tenía un sitio reservado en el “Ignacio Aldama”, le pidió por
favor que llevara cuatro gafetes de identidad a otros periodistas que estaban a
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bordo del Convair. Así lo hizo Sergio, y por segunda vez subió a la nave.
Descendió después de dirigir un cordial “hasta luego” a Porras Ochoa, a De los
Santos y a otros más que ya aguardaban la hora de la salida.
El primer avión de la comitiva que despegó del aeropuerto fue el “Vicente
Guerrero”, luego el Convair y otros dos aparatos con periodistas.
La ruta aérea México-Poza Rica cruza la Sierra Madre Oriental. Sobre ésta
pasaron los aviones de la comitiva. Después de cuarenta minutos de vuelo, el
“Ignacio Aldama” -en el que iba el reportero de Tiempo- estaba sobre la ciudad de
Poza Rica. A esa hora, los vientos procedentes del Golfo de México habían
acumulado dos capas de nubes sobre la región norteña de Veracruz. La más baja
quedaba casi a ras de los cerros, y como el cielo estaba “muy cerrado”, la
aeronave sobrevoló cincuenta minutos más tratando de hallar un hueco por el cual
enfilarse hacia el aeropuerto de Poza Rica. Había inquietud entre los periodistas.
De la cabina del avión salió el copiloto para comunicar a los pasajeros que había
dificultades para aterrizar, y ante esa advertencia, Leopoldo Vázquez, fotógrafo de
Cine Mundial, preguntó al tripulante: “Qué, ¿no hay micrófono?” A lo que el
copiloto con serenidad respondió: “¿Para qué quiere usted micrófono? ¿Piensa
hablar?” Se hizo el silencio en el “Ignacio Aldama”. Algunos, para disimular el
nerviosismo, tomaron algunos periódicos y trataron de leer; otros tomaban café e
intentaban concluir con el desayuno que se les había servido a mitad del vuelo.
Por fin, en un sitio sobre Poza Rica, el piloto encontró una zona despejada:
descendió el avión, giro en semicírculo y volando debajo de la capa de nubes,
enfiló al aeropuerto y aterrizó sin contratiempos.
En tierra ya estaban algunas aeronaves de la comitiva. Cuando los
pasajeros del “Ignacio Aldama” se dirigían a las oficinas de la terminal aérea,
Sergio Candelas lanzó su mirada sobre los demás aviones, y él, que había
presenciado la salida de los aparatos en la ciudad de México, notó una ausencia
que le oprimió el pecho: el Convair no estaba allí. Hizo partícipe de su inquietud a
Gregorio Ortega, quien comentó: “No te preocupes; como está el tiempo,
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seguramente todavía se hallará sobrevolando la zona, o se fue a aterrizar a
Tuxpan”.
Poco a poco se fueron reuniendo los periodistas y abordaron el autobús de
prensa “Ignacio Allende”. La ausencia del Convair y de los compañeros que en él
viajaban, llegó a intranquilizar. Lo que afuera era bullicio y júbilo, dentro del
autobús era inquietud cargada de presagios que nadie se atrevía a exteriorizar.
Algunos reporteros conminaron al entonces diputado Fausto Zapata, coordinador
de prensa, a que enviara a una persona a las oficinas del aeropuerto para
preguntar por el Convair.
Pasaron varios minutos cargados de tensión. Muy pocos periodistas se
atrevían a hablar. Por fin llegó [un auxiliar] corriendo hasta el autobús de prensa.
Subió y pálido, con la voz ahogada por el nerviosismo, le gritó a Zapata: “¡Se
estrelló!”
La sacudida emocional fue estrujante. Alguien, en medio de la confusión,
preguntó: “¿Dónde fue?, ¿están heridos?” […] “¡Todos están muertos!”.
Humberto Aranda, joven reportero del El Sol de México, fogueado en las
lides reporteriles, lloró como un niño; y con él lloraron muchos más. Buscaron
entre sí y del doloroso recuento surgieron estos nombres: Falconi, Porras, De los
Santos, Casasola, Rojas, Porragas, Quiroz, “el Pelos”, Kramsky, Olmedo, Moya,
González, Figueroa, “el Chino” Ley, Hernández Barboa.
Poco después, los reporteros y fotógrafos solicitaron vehículos para
trasladarse al lugar del accidente, distante cinco kilómetros del aeropuerto. Todos
estaban invadidos de un vehemente deseo de ayudar, de cerciorarse, de salvar
amigos.
A las 8:15 de ese día, Flavio Pérez, jornalero de un predio agrícola,
propiedad del señor Aurelio Chino Hernández, situado en las faldas del Cerro del
Mesón, se dirigía a la congregación ejidal Manuel Ávila Camacho -conocida por
los lugareños como “Poblado 52”- en busca de una medicina para su hija
gravemente enferma. De pronto, Flavio oyó un estruendo ensordecedor. Localizó
el sitio del que había provenido aquel ruido y hacia él dirigió sus pasos. Subió a la
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pendiente del cerro hasta llegar al lugar del accidente: trozos de metal, cadáveres,
grabadoras, cámaras fotográficas, máquinas de escribir, árboles destrozados y la
cola de un avión. Tal fue la escena que contemplaron sus ojos. Creyó oír unos
quejidos, se acercó más a la cola y cerca de ella pudo ver a un jovencito bañado
en sangre derribado junto a un cuerpo inerte, que haciendo acopio de fuerzas,
sacó de entre sus ropas un boletín de prensa del PRI en cuyo reverso garrapateó
las siguientes líneas “Yo, Jesús Kramsky, periodista del El Heraldo de México, pido
auxilio a toda persona que me pueda ayudar. Agradezco todas las atenciones. Es
urgente por amor de Dios”. Y todavía pudo escribir su apellido: Kramsky.
A esa hora, los periodistas de la comitiva ya habían llegado hasta las
inmediaciones del Cerro del Mesón y subían a pie hasta el sitio del accidente. A
eso de las 12:15 horas vieron sobrevolar un helicóptero a bordo del cual iban Luis
Echeverría y el entonces gobernador del estado de Veracruz, Rafael Murillo Vidal.
Arriba, entre los restos del avión, ya estaban algunas brigadas de rescate
formadas por miembros del ejército, de la Cruz Roja local y de voluntarios.
Fotógrafos, camarógrafos y reporteros llegaron jadeando hasta los restos
del avión. Pocos pudieron soportar la escena. Algunos sacaron fuerzas de
flaqueza y ayudaron a la identificación de las víctimas. Sobre el herbazal,
tendidos, cubiertos por sus propias ropas, estaban quince cuerpos. “Este es Mario
Rojas”, dijo alguien entre sollozos al ver el traje de pana amarilla que solía usar el
autor del “Diario de Campaña”.
Luis Echeverría, visiblemente consternado, con las mandíbulas apretadas,
preguntó al licenciado Cayuela: “¿Están plenamente identificados los cuerpos?,
¿cuántos son?” [Alguien] respondió: “Hay dieciséis identificados. Faltan cuatro.”
Se dispuso entonces a buscar bajo la única parte intacta del avión: la cola. Para
ello, un camión del ejército tiró de ella con un cable hasta ponerla de costado. Allí
estaban los cuatro cuerpos que faltaban. Sergio Candelas se acercó al sitio en el
momento en que algunos voluntarios cargaban a una víctima y no quiso ver más,
sino que preguntó: “¿Quién es?” […] “Es Miguelito; es De los Santos”.
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Casi una hora permaneció allí el licenciado Echeverría. En ese lapso giró
instrucciones: que una funeraria de Poza Rica proporcionara los ataúdes […]; que
se identificara plenamente a las víctimas; que se trasladaran a bordo de
ambulancias hasta el aeropuerto de Poza Rica y que se facilitara desde luego un
avión para llevar los restos a la ciudad de México.
Posteriormente, los féretros fueron colocados en el avión “Ébano”, de
Petróleos Mexicanos (PEMEX). Y tras ellos subieron Echeverría; don Mario Rojas
Avendaño, padre de Rojas Sedeño; el diputado Carlos Armando Biebrich Torres;
Juan Pérez Abreu; el capitán Medardo Molina, jefe de ayudantes, y el diputado
Fausto Zapata Loredo. Dentro de la espaciosa cabina de la aeronave -despojada
de asientos- estaban, en filas, los veinte ataúdes, modestos, de madera forrada
con paño café y gris. Abajo quedaba un grupo de periodistas diezmados que aún
no podían salir de su azoro ante la magnitud de la tragedia. Y en sus mentes
brotaban sin cesar, en círculo interminable, nombres y más nombres: Miguelito,
Rubén Quiroz, Olmedo, “el Pelos” …
Jesús Kramsky, único sobreviviente, había sido llevado, gravemente herido,
al hospital de PEMEX en Poza Rica, en donde los médicos luchaban con denuedo
por salvarle la vida. Tenía fracturas múltiples en ambas piernas y graves lesiones
en la cabeza. Postrado, Kramsky dijo a la enfermera Guadalupe Urcid, primero,
que estaba preocupado por su periódico. ¿Quién iba a mandar ahora las noticias a
El Heraldo? Luego trató de calmar su inquietud profesional y confió en que Moya,
su jefe de redacción, lo supliera. Al poco rato los médicos le enteraron de la
verdad: él era el único sobreviviente. La tarde del 28 de enero, el director del
hospital de PEMEX en Poza Rica informó que no había variado el estado de
inconciencia en que había caído el paciente a raíz de un derrame cerebral; sin
embargo, se apreció respuesta positiva a estímulos dolorosos y sensoriales.
En la ciudad de México, alrededor de las 15:00 horas, centenares de
personas comenzaron a congregarse en el hangar de carga de la Compañía
Mexicana de Aviación (CMA). Los pasillos del aeropuerto estaban atestados de
periodistas, fotógrafos y camarógrafos con rostros tristes y lágrimas en los ojos.
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El “Ébano” de PEMEX tocó tierra a las 16:40 horas, y cuando el avión
detuvo sus motores en la pista de parque de la CMA, nadie pudo contener a la
multitud que se arremolinó al pie de la escalerilla. Se abrió la portezuela y el
primero en descender fue don Mario Rojas Avendaño, consternado por la muerte
de su hijo. Le siguió Luis Echeverría.
Diez minutos después fueron bajados los féretros y colocados en carrozas
fúnebres de la agencia Gayosso. Brotó el llanto incontenible. Algunas personas,
animadas por un hálito de esperanza, preguntaban a los miembros de la
tripulación por los nombres de los muertos y, obtenida la respuesta, prorrumpían
en sollozos amargos.
En el momento en que estaban llegando los féretros a la agencia funeraria,
y en presencia de don Martín Luis Guzmán, entonces director-gerente de Tiempo,
don Julio Scherer García, entonces director general de Excelsior, expresó: “Mi voz
es sólo una más entre todas las de la prensa nacional que se siente consternada
por la pérdida de un grupo de excelentes trabajadores en plena actividad. Si la
muerte siempre es dolorosa, lo es aún más cuando toca a personas en plenitud,
como es en este caso tan lamentable”.
La primera guardia en la Ciudad de México la había hecho el candidato del
PRI acompañado por los directores de algunos diarios y revistas de la capital de la
República.
Algunos cuerpos fueron trasladados a las calles de Sullivan, y durante toda
la noche no hubo una sola capilla en que se notara la ausencia de amigos o
parientes de las víctimas.
Los sepelios se efectuaron al siguiente día. El cuerpo de Miguel de los
Santos fue enviado a San Luis Potosí, su tierra natal, para que allá fuera
sepultado. El de Rafael Moya fue trasladado a la ciudad de Puebla. Los demás
tuvieron su último descanso en diferentes panteones de la ciudad de México.
La noticia recorrió todo el mundo. La prensa, la radio y la televisión
estadunidenses se ocuparon ampliamente de la tragedia. Periodistas y jefes de
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Estado de toda América y otros países del mundo enviaron su pésame a la prensa
y al gobierno mexicanos.
En Poza Rica, los médicos que atendían a Kramsky le practicaron una
operación durante la noche del lunes al martes 27, y su estado era muy grave
aunque se confiaba en salvarlo. Más al sur del territorio veracruzano, la gira
electoral continuó.
No es nada fácil hablar o escribir sobre la muerte, cuando con sus víctimas
se ha disfrutado en plenitud de los buenos ratos que da la vida. No se puede
tampoco teclear sobre la máquina para anotar un nombre -Porras, Falconi,
Casasola, Olmedo, Figueroa, Martínez, De los Santos …- sin que al influjo del
recuerdo de gratísimos momentos se haga un nudo en la garganta y las manos se
resistan a continuar con la dolorosa tarea. Olmedo Luna dejaría inconclusos -a los
cuarenta y siete años de edad- los estudios de abogacía que realizaba en la
Universidad para obtener un título; Rubén Porras Ochoa no podría disfrutar con
sus hijos ni con su esposa -su adorada Margarita- del refugio que había hallado en
Catemaco después de años y años de trabajo, de esfuerzo, de privaciones y de
entrega a su profesión; De los Santos no volvería a digerir -en silencio, porque él
era muy callado- el sabor de la noticia; Rodolfo Martínez dejaría un profundo vacío
en el periodismo gráfico y su risa franca y sus chistes -los buenos cuentos de “el
Pelos”- no volverían a escucharse en el avión o en el autobús de prensa,
hacinado de periodistas que van a cumplir con su deber.
Y las viudas. Y los hijos. Como el menor de Pepe Falconi, que cuando veía
a su padre en la televisión besaba la pantalla y decía: “Allí está mi papacito”. Y las
esposas que al término de cada viaje iban al aeropuerto y recibían al reportero con
el “¿Qué me trajiste?”, o el “¡bendito sea Dios que estás con bien!”
2 de febrero de 2025
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