Una peregrinación que arrancó desde los viejos países de Europa, las
naciones nuevas de la América, las inmemoriales estepas asiáticas, las
enigmáticas tierras africanas y los pungentes territorios borales y australes, arribó
a las costas normandas para honrar la memoria de quienes hace 80 años
derramaron su sangre para detener el avance de una “raza dominante” que se
había propuesto esclavizar al mundo.
Fue el aniversario del “Día D”, martes 6 de junio de 1944, cuando cinco mil
buques y once mil aeronaves depositaron un ejército de trece países en las playas
del Canal de la Mancha para el asalto a la “Fortaleza Europa” del demencial
régimen causante del conflicto más sangriento de la historia, a cuya vera quedaron
segadas 85 millones de vidas.
Sangre mexicana también corrió por esos campos. De las naves de asalto
descendieron paisanos nuestros, muchos engrosaron los batallones de
paracaidistas y otros estuvieron en las tripulaciones aéreas. Dejaron historias que
aguardan ser documentadas, como la del pelotón que se ganó el mote de “diablos
azules” en la playa Omaha o la del mexicano que rompió uno de los cercos de
fuego nazi en el avance a Monte Cassino.
Pero el pasado aniversario, hasta donde se puede documentar, nuestro
gobierno no tuvo mayor interés en sumar su respeto a los caídos en aquella
jornada. Parece que ya nadie en el poder se indigna con el recuerdo de los
muertos de los seis petroleros mexicanos hundidos por submarinos nazis en el
Golfo de México, agresión que tuvo como respuesta una declaración de guerra al
Eje fascista.
Me pregunto si la académica que nos representa en Francia, Blanca Elena
Jiménez Cisneros, se habría enterado de la ceremonia.
La página de la Cancillería informa que la política exterior por esas fechas
se enfocó en celebrar el “día de las madres”, inaugurar un evento de las tiendas
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“Walmart” y, ¡cáspita!, aterrizar la posibilidad de que los mexicanos en el exterior
obtengan su registro federal de causantes. Perdón, también se ocupó del trámite
de la “tarjeta del bienestar”.
¿Entre los sucesores de Genaro Estrada alguien recordará la reacción de
Joachim von Ribbentrop cuando el gobierno de Ávila Camacho exigió una
explicación por el ataque a las naves de bandera mexicana?
El esputo de quien fuera ministro de relaciones exteriores de Hitler y primer
nazi condenado a la horca en los juicios de Núremberg, fue: “Nos parece que la
mejor contestación a México es … ¡hundir la mayor cantidad posible de buques
mexicanos!”
¿O los ladridos desde el Palacio Imperial en Tokio?: “Al día de hoy, todas
las naciones que se han convertido en marionetas de los anglosajones han sido
aniquiladas una a una. México ha deseado este mismo destino para sí mismo y …
lamentamos decirlo, México transita hacia ese fin”. Eso fue antes del Escuadrón
201 y de Hiroshima y Nagasaki.
El puñado de sobrevivientes centenarios, los hijos, nietos y bisnietos de los
soldados, los jefes de estado y representantes oficiales y todos quienes se dieron
cita el 6 de junio en las playas bautizadas por los aliados como Omaha, Utah,
Gold, Sword y Juno, no perdieron de vista que la amenaza nazi tenía a todo el
mundo en la mira. A cada vida perdida en aquella jornada y a quienes perecieron
hasta el fin de la guerra le debemos hoy la relativa paz y libertad en la que vivimos
en el planeta.
Los nazis nunca ocultaron su interés por el petróleo y los recursos naturales
de México y la utilidad de nuestro territorio como plataforma de invasión a Estados
Unidos. Tampoco disimularon su desprecio por los mexicanos, raza a la que
consideraron inferior a los Untermensch, los subhumanos judíos, gitanos y
eslavos.
Una delegación mexicana en Normandía podría haber visitado el villorrio de
Sassy en las cercanías de Caen para colocar una bandera en la tumba de Luis
Pérez Gómez, el joven mexicano que un día salió de Guadalajara y tras remontar
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obstáculos formidables estuvo en los controles de uno de los Spitfire en la Real
Fuerza Aérea Canadiense que abrieron el paso a la invasión en la playa Juno.
El Spitfire 21-S MK-607 de Luis fue abatido al atardecer del16 de junio de
1944, hoy hace 80 años. Los pobladores de Sassi protegieron sus restos de la
soldadesca nazi en retirada y los depositaron en el panteón de la iglesia de San
Protasio y San Gervasio al amparo de un nombre francés.
Esa imaginaria delegación pudo también viajar a Murmerwoude en
Holanda, en cuyo cementerio reposa otro joven mexicano, Sebastián Bernardo de
Mier, artillero en un bombardero canadiense derribado por los nazis y sepultado
ahí el 19 de mayo de 1942.
O recordar a Radamés Gaxiola Andrade, el extraordinario aviador mexicano
quien antes de participar con el Escuadrón 201 en Filipinas estuvo en el teatro
normando en junio y julio de 1944 al mando de un bimotor estadounidense y en
uniforme de la Fuerza Aérea Mexicana, lo que le valió el uso del listón de
participante en la campaña.
Hasta donde he investigado, Luis Pérez Gómez fue el único aviador de
caza mexicano participante en la “Operación Overlord”, como se designó el asalto
del “Día D”. En Sassy su memoria es venerada y los pobladores bautizaron en su
honor la plaza principal del pueblo. En el Libro del Recuerdo que se guarda en el
Parlamento en Ottawa y en el muro del museo de la Real Fuerza Aérea
Canadiense en Brandon, Ontario, está su nombre para ser recordado por las
futuras generaciones.
Luis nunca dejó de ser mexicano. Fue a cumplir su deber con el espíritu que
nos legó Thoreau cuando alzó la voz en contra de la invasión yanqui a México: por
que ese y no otro era su camino.
Y aunque en su propio país no haya una placa o un busto o una calle con
su nombre ni se le mencione en estas fechas pues evidentemente ni en palacio ni
en la casa de gobierno de Jalisco gustan las distracciones históricas, su memoria
no se ha perdido: está documentada en la película Águila mexicana … alas
canadienses que recupera la historia de su corta vida.
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Una de las lecciones que nos dejan Luis, Bernardo y otros jóvenes
compatriotas que dieron la vida por nuestra libertad, es que no hay participación
pequeña cuando se trata de combatir a los tiranos y defender la libertad. Que
alzarse de hombros, volver la vista al infinito y pensar que nada podemos hacer,
no nos pone a salvo.
Todos los autócratas encuentran su fin y la historia los juzga junto a quienes
los promovieron, o por convicción o inacción los mantuvieron.
Me resulta inevitable recodar a George Mallory y las “verdaderas razones”
para llegar a la cúspide del Everest, un sentimiento que comparo a las
motivaciones de Thoreau. Dos veces había intentado conquistar a la montaña y
dos veces se había frustrado su propósito.
En Nueva York, una turba de gacetilleros le exigió explicar, ahí, de
inmediato, los motivos de su caprichoso proyecto. Miró con frialdad a los
informadores y simplemente dijo, refiriéndose a la montaña: “¡Porque está ahí!”…
Con esa frase consolidó el germen que dispara las grandes proezas. Fiel a
sí mismo, en 1924 subió por tercera vez a la montaña y perdió la vida. Su cadáver
congelado fue encontrado cerca de la cumbre 75 años después, en 1999. Nunca
se supo si falleció antes de llegar a su meta o de regreso. No importa. Su ejemplo
es lo que vale.
En 1818 el gran poeta Percy Bysshe Shelley nos deslumbró con
Ozymandias, el más conocido de sus sonetos, en el que reseña la finitud de los
tiranos. Se inspiró en el historiador Diodoro Sículo, quien cien años antes de
nuestra era describió los restos de una estatua de Ramsés II en las arenas
egipcias en donde aún se leía la inscripción: “Soy el rey de reyes, Ozymandias. Si
alguno quiere saber cuán grande soy y dónde me encuentro, que me supere en mi
trabajo”.
En su soneto Shelley concibe un breve epítome del pensamiento poético
que atestigua la muerte de déspotas jactanciosos y el declive de sus dominios:
Conocí a un viajero de una tierra antigua / quien dijo: «Dos enormes piernas
de roca, sin su tronco / se yerguen en el desierto. A su lado, en la arena, /
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semihundido, yace un rostro hecho pedazos, cuyo ceño / y mueca, y desdén de
frío dominio, / revelan que su escultor bien comprendió esas pasiones / que aún
sobreviven, grabadas en estos inertes objetos, / a las manos que las tallaron y al
corazón que las alimentó. / Y en el pedestal se leen estas palabras: / “Mi nombre
es Ozymandias, rey de reyes: / ¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!”
/ Nada más queda. Alrededor de la decadencia / de estas colosales ruinas,
infinitas y desnudas / se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas»
A diferencia de Ozymandias, hoy recordamos a Luis y a Bernardo como
heraldos que fueron de lo perdurable, ejemplo de lo posible. Como Thoreau,
siguieron su camino por que ése, y no otro, era su destino. Como Mallory,
ascendieron a su montaña por que ahí estaba, frente a ellos.
Sus nombres se suman a una larga lista de mujeres y hombres que
comprendieron que cambiar el mundo comienza por tomar una decisión personal e
intransferible. Descansen en paz.
Un saludo respetuoso a sus familiares que hoy viven entre nosotros en
México: no todos los hemos olvidado.
16 de junio de 2024
“Águila mexicana … alas canadienses”, la gesta de Luis Pérez Gómez, puede
verse, con permiso del autor, ingresando al sitio: