Comenzamos con un acertijo. ¿Podrá el lector adivinar de quién hablo?
Un escritor, nacido alrededor de 1890, es famoso por tres novelas. La
primera es corta, elegante, un clásico inmediato. La segunda, su obra maestra,
presenta a los mismos personajes, aunque es más larga y compleja, e incorpora
en forma creciente elementos míticos y lingüísticos. La tercera es enorme, una
locura, ilegible. Una pista: no se trata de Joyce.
Un escritor, nacido alrededor de 1890, denunció la producción masiva, el
estruendo del tráfico y el descarno y fealdad de la vida moderna europea, y amó
los árboles y la verdura de la campiña inglesa en donde vivió de niño, así como a
las pequeñas y delicadas criaturas con las que se topó en las leyendas nórdicas.
Una pista: no se trata de D. H. Lawrence.
Un escritor, nacido alrededor de 1890, mezcló porciones de literatura
antigua en su propia obra maestra, incorporándolas magistralmente conforme
avanzaba. Una pista: no se trata de Pound.
Un escritor, nacido alrededor de 1890, se declaró monárquico y católico.
Una pista: no se trata de Eliot.
Los más antiguos de mis lectores -antiguos en el sentido clásico- quizá
hayan adivinado ya de quién hablo. Y si son de mi edad y fueron como yo
vagamundos y en su camino a Damasco se toparon en un callejón con el grafiti
“¡Frodo vive!”, entonces ya lo saben de cierto. Para los más jóvenes, quizá un
cuento les ayude:
“Había una vez un cuarentón, profesor de lingüística y filología, que sabía
más que nadie en el mundo sobre las antiguas lenguas nórdicas y el Beowulf. El
maestro había quedado huérfano muy joven, y el ejército de su país lo mandó a
una guerra terrible en cuyas trincheras estuvo a punto de perder la vida. Anegado
en el lodo sanguinolento, y aturdido por el estruendo del cañón y la metralla y los
lamentos de amigos y enemigos, quizá haya imaginado el mundo que creó cuando
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Miguel Ángel Sánchez de Armas
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muchos años después interrumpiera por un momento la calificación de un examen
para escribir al reverso de la hoja: “En un agujero en el suelo vivía un hobbit”.
El escritor de quien hablo, nacido alrededor de 1890 en África del Sur, es
John Ronald Reuel Tolkien, hoy una referencia doméstica gracias a Hollywood,
pero en mi adolescencia y primera juventud, vicario de un rito arcano cuyos
cofrades nos reconocíamos por señas secretas y conjuras pronunciadas en voz
baja como esa de: “¡Frodo vive!”
No fue sino hasta fines de los ochenta que encontré en mi propio entorno
con quién hablar sobre la tetralogía de Tolkien y sus asonancias y disonancias
con, entre otros, Joyce, Lawrence, Pound y Eliot, de la manera juguetona que se
consigna al inicio de este texto y que ojalá fuera mía, pero lo es de Jenny Turner,
la espléndida autora de Razones para amar a Tolkien, a quien invoco sin recato en
un texto que hoy repito como un “¡Detente!” -a la manera de YSQ- frente a la
resurrección del Demonio Naranja mañana a orillas del Potomac.
He aquí un personaje deslumbrante y paradójico (Tolkien, no el Demonio).
De él se dice que era aburrido en una sociedad y un siglo de tiesuras, y que su
devoción por la filología se percibía anticuada incluso entonces.
Pero la obra de este flemático inglés nacido en Sudáfrica, quien nunca
alzaba la voz, vestía siempre en tweed y chaleco y fumaba pipa, despertó una
corriente pasional pocas veces vista en la literatura. Jenny Turner confiesa que le
asusta haber pasado “demasiado tiempo” de su adolescencia en compañía del
demiurgo de El señor de los anillos y que ya adulta si bien encuentra los libros
repetitivos y “ruidosos”, éstos siguen conectándose a su espíritu de manera
inquietante.
“Hay una succión, un algo primigenio que se transmite entre ambos, como
cuando una nave espacial se enchufa a la nave madre. Es como el seno materno,
es un alivio infantil … que también es como un hoyo negro”, dice Jenny.
Escalofriante memoria, pero humana y generosa si la comparamos con
otros juicios, como el de mi admirado Edmund Wilson, quien juzgó a Tolkien,
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Miguel Ángel Sánchez de Armas
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“Hipertrofiado … Un libro infantil que de alguna manera se salió de madre … De
una pobreza creativa casi patética …”.
John Heath-Stubbs dijo que la obra es “Una mezcla de Wagner y el osito
Winnie Pooh”, mientras Germaine Greer exclamó que Tolkien fue “su pesadilla”.
¡Vaya, pues! Supongo que el viejo profesor, tan enemigo de las pasiones
terrenas, nunca imaginó que la obra iniciada con la frase, “En un agujero en el
suelo vivía un hobbit”, fuera a despertar tantas y tan opuestas durante tantas
generaciones, pues a estas alturas del siglo y mal que me pese gracias al cine, la
antes discreta cofradía tolkiense es ya una muchedumbre. No escapa a la aguda e
inteligente mirada de Jenny Turner la paradoja: si los libros de Tolkien son tan
criticables … ¿por qué a tantos millones les han apasionado?
No es una pregunta fácil. En mi caso, El Hobbit (1937) me encontró aún
adolescente en una librería en el extranjero y lo compré por no dejar, por tener
algo que leer en el vuelo de 13 horas que me esperaba. En el aeropuerto comencé
la lectura y a la mitad del vuelo maldije no haber adquirido los tres tomos de la
secuela, conocida como El Señor de los Anillos (1954).
Una mirada crítica descubre inconsistencias en el texto, en los diálogos, en
los personajes y en la narrativa. Yo extirparía a Tom Bombadil, un personaje
arbóreo que transcurre cantando tonadillas hueras y que no tiene mayor
consecuencia en el resto de la historia, y trabajaría la estructura interna de
algunos protagonistas, además de la lógica de varios episodios. Y ya que de
utopías hablamos, también sacaría del mercado la horrenda traducción de
“Taurus” con su majadera “castellanización” de nombres que en vez de un “Bilbo
Baggins” nos sirve un hórrido “Bilbo Bolsón” amén de otras aberraciones
asestadas a la obra del viejo profesor.
Pero como dicen los sajones, al final del día lo que me queda es una
profunda identificación con la obra, una suerte de simbiosis que, ahora lo pienso,
tiene en verdad algo de misterio sobrecogedor. La leo y la releo; sé de memoria
pasajes enteros; y cada vez que la visito descubro en ella algo novedoso. Quizá
ahí esté la explicación. Tolkien fue capaz de comunicarse con otros espíritus en un
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Miguel Ángel Sánchez de Armas
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nivel anímico primario que escapa a toda explicación y que tiene como hilo
conductor las emociones y sensaciones más humanas.
¿Y quién fue este personaje, esa suerte de hobbit mayor? John Ronald
Reuel Tolkien nació el domingo 3 de enero de 1892 en Bloemfontein, África del
Sur, después de un parto difícil y prolongado. A ese país habían emigrado sus
padres en busca de fortuna, y ahí creció, un niño débil y enfermizo. A la muerte del
padre en 1896, la madre regresó a Inglaterra, en 1900 se convirtió al catolicismo y
en 1904 murió de diabetes, enfermedad incurable en aquella época.
La madre es un personaje fascinante por derecho propio y su figura
impregna a los espíritus etéreos y fuertes de las pocas mujeres en la obra de
J.R.R. Antes de casarse con Arthur Tolkien a los 21 años, había sido misionera de
la Iglesia Unitaria en África y, créalo o no el lector, ¡impartió catecismo en el harén
del Sultán de Zanzíbar!
Ahora bien, imaginémonos a esta familia de la clase media pobre,
trasplantada de la Inglaterra anglicana y victoriana al karroo africano y las
consecuencias de esto sobre la sensible personalidad del niño J.R.R.
¿Recuerda el lector a Shelob, el mefistofélico ser que en forma de tarántula
gigante custodia el paso de Cirith Ungol a Mordor por donde deben transitar Bilbo
y Samwise merced a las intrigas de Gólum? Pues en Sudáfrica el niño Tolkien tuvo
un encuentro con una peluda tarántula que lo picó. Y un sirviente de la familia “lo
tomó prestado” durante varios días para llevarlo a su aldea y presumirlo a su
extensa parentela, con las consecuencias que el lector podrá imaginar.
Creo que su niñez africana, su adolescencia en la campiña inglesa, su
estancia en las trincheras en la primera guerra mundial donde el gas mostaza
daño su salud para siempre y en donde perdió a la mayoría de sus amigos, su
vida enclaustrada como profesor de filología y sajón antiguo … toda su existencia,
pues, está reflejada en la saga de los Baggins, desde la fiesta a la que asisten los
enanos sin invitación, hasta la última escena en que Bilbo, Frodo y otros
personajes abandonan para siempre la inolvidable Tierra Media.
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Miguel Ángel Sánchez de Armas
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Pero me estoy saliendo de tono. Si el viejo profesor pudiera leer estas
cuartillas y en particular el anterior párrafo, sin duda las haría confeti, ya que
detestaba a los críticos y a los exégetas … ¡y a fe mía que tenía razón!
Así que en resumen diré que los cuatro libros de la saga, El Hobbit, El
Señor de los Anillos, Las dos torres y El regreso del rey, con El Silmarilion,
integran una república abierta a quien desee pedir la ciudadanía del país mayor
del gozo, que es la tierra de la imaginación.
Nota bene. Reuel, el tercer nombre de J.R.R. Tolkien (John Ronald), es un
apelativo de origen hebreo heredado de padres a hijos en esa familia, y quiere
decir, literalmente, “Amigo de Dios”. Sin duda el escritor lo fue.
19 de enero de 2025