El escepticismo y la duda son la naturaleza del espíritu científico. Un
verdadero investigador pone en duda todo aquello para lo cual no encuentra una
explicación racional y comprobable.
Cuando Charles Goodyear se propuso encontrar un uso industrial al hule
–que antes de 1840 no tenía futuro pues el frío lo hacía quebradizo y el calor lo
ablandaba- no escatimó tiempo, dinero e imaginación. Lo mezcló con cuanta
sustancia tuvo a su alcance. Lo combinó con azufre y también fracasó. Pero un
día por descuido dejó un trozo del material en un horno y … ¡zas! … descubrió la
vulcanización.
No crea el lector que Goodyear salió loco de contento a la oficina de
patentes más cercana a registrar su producto. No. Se encerró en su laboratorio y
repitió el experimento hasta que estuvo seguro de que había un principio científico
comprobable antes de cantar victoria. Fue tan meticuloso y se tardó tanto que
otros le ganaron el registro y se hicieron millonarios, pero ese es otro cuento.
A lo largo de toda la historia el conocimiento se ha construido con la duda.
El progreso de la humanidad se debe a quienes no se permiten el asombro
automático ante nada, no creen en las consejas y con gran disciplina y decisión
todo lo comprueban.
Gracias al historiador Flavio Josefo sabemos de un ejemplo memorable.
Estando Vespaciano al frente de la Legión Décima en el año 67, visitó el Mar
Muerto. Científico además de militar, decidió comprobar por sí mismo si las aguas
eran tan densas como se aseguraba en antiguos textos que habían pasado de
generación en generación.
El emperador preparó cuidadosamente su pesquisa. Eligió a varios
centuriones, se aseguró de que no supieran nadar, y mandó arrojarlos al agua.
Para mayor rigor científico hizo que los ataran de pies y manos. Se puso a
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Miguel Ángel Sánchez de Armas
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observar y a tomar nota y constató que los cuerpos de los desgraciados subían de
regreso a la superficie, aunque Flavio Josefo no nos dice si vivos o muertos. El
experimento sobre la densidad del agua fue un éxito. Que los hombres se ahogan
no estaba a comprobación, pues era algo ya sabido.
Así, hace dos mil años, aquel romano estableció un principio que a nuestros
días rige a la ciencia: el conocimiento no admite milagros. Dios y la ciencia son
cosas distintas.
Por ello resulta doblemente fascinante la polémica desatada en nuestros
días por una corriente científica que sostiene que en la evolución de nuestra
especie hay un diseño inteligente.
Es la reedición del debate entre darwinistas y escépticos. Hace un tiempo
en un panel de premios Nobel en Nueva York se debatió si un buen científico
puede creer en Dios y por los aires voló la tapa de una caja de Pandora de los
tiempos modernos. “¡No!”, fue la respuesta contundente de H. Haupman, Nobel de
química.
Por una parte, la ciencia ortodoxa sostiene que la naturaleza nos da sus
propias explicaciones, que toda propuesta científica es provisional y puede ser
sobreseída por nuevos conocimientos derivados de la experimentación y de la
observación, y que la creencia religiosa es poco menos que pensamiento mágico.
Denis Diderot dejó en la Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des
sciences, des arts e des métiers, o sea la Enciclopedia, una clara muestra de lo
que pensaba al respecto: en la entrada a “Canibalismo”, remitió a la definición
correspondiente a la consagración de las hostias en la misa católica.
Pero los seguidores del diseño inteligente se preguntan si algunas
maravillas biológicas como la precisión óptica del ojo, los motores que impulsan a
las bacterias y la cascada de proteínas que permite la coagulación de la sangre,
pueden ser la evidencia de la mano de un ser superior.
En última reducción, los seres humanos estamos formados por átomos. Los
átomos no tienen vida, pero se reúnen por razones que nadie ha explicado
satisfactoriamente y construyen las células y los tejidos de seres que tienen
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Miguel Ángel Sánchez de Armas
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conciencia de sí mismos. Los átomos son los elementos más democráticos del
universo. Lo mismo se agrupan para dar vida a la madre Teresa que a Donald
Trump que a Vladimir Putin que a Winston Churchill que Javier Milei e incluso a
submarxistas de apellido Arriaga.
Y cuando la conciencia de ese conjunto de tejidos llega a su fin, los mismos
átomos se desensamblan y se dispersan por el universo y algún día se vuelven a
juntar en un sapo o en una piedra o en Nathuram Godse y la Beretta con la que
asesinó a Gandhi.
Visto así, uno se pregunta si nuestro mundo realmente sólo es producto del
azar y la evolución o si debemos empezar a creer en los milagros.
9 de febrero de 2025
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