En El Lencero, en las cercanías de Xalapa, se encuentra el casco de una
hacienda que fue de Santa Anna. Es una casona bella y fresca, rodeada de
jardines y un lago en el que nadan cisnes negros. A un costado se encuentra la
capilla que el Generalísimo levantó para una de sus bodas.
El visitante que pasea por los prados o toma asiento a la sombra de una
higuera centenaria, si es de espíritu dispuesto, puede escuchar el murmullo de
voces del pasado y sentir cómo, en pequeñas pulsaciones, un efluvio de cantos
apenas perceptibles penetra en su alma y la ilumina. La alegría resultante no se
explica bien a bien, pues difícilmente esa magia podría conectarse al seductor de
la Patria.
Se sigue, entonces, que otra presencia hay entre la verdura de la comarca.
Y esa otra presencia, señoras y señores, es nada menos que la de la eximia
Gabriela Mistral, cuya efigie en bronce se alza al oriente del conjunto como
centinela en perpetua contemplación del paisaje que amó profundamente.
Estoy seguro de que muy pocos mexicanos serán los que no han oído
hablar de Gabriela Mistral y han disfrutado su enorme poesía. Quizá no tantos
sepan que nació chilena como Lucila Godoy Alcayaga, que fue la primera que en
Latinoamérica fue galardonada con el Premio Nobel de Literatura, que se sentía
mexicana y que, en un sentido poético, murió de amor.
Su fama como poeta comenzó en 1914 luego de haber sido premiada en
los Juegos Florales de Santiago por sus Sonetos de la muerte, inspirados, se dice,
en el suicidio de Romelio Urieta, su primer amor. En ese concurso se presentó con
el seudónimo que desde entonces la acompañaría, Gabriela Mistral, un homenaje
a Gabrielle d’Annunzio y Frédéric Mistral, por quienes tenía una profunda
devoción.
Esto de adoptar apelativos es algo maravilloso, pero asusta a los espíritus
chatos y a las almas pequeñas. El enorme compatriota de la Mistral, quince años
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Miguel Ángel Sánchez de Armas
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menor que ella, Pablo Neruda, nació Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto y
adoptó el apellido de Jan Neruda, uno de los fundadores de la lengua literaria
checa, entre cuya obra se encuentra el delicioso tomo Historias de la Malá Strana
publicado en español allá por los setentas en la desaparecida Editorial
Sudamérica. Apunto como dato cultural que otros atribuyen el nombre a un
personaje de la novela Estudio en escarlata de Arthur Conan Doyle, pero me
quedo con la primera versión.
La vida de Gabriela Mistral fue de una intensidad ejemplar. A los catorce
años comenzó a publicar en periódicos de su natal Vicuña, como El Coquimbo, La
Voz de Elqui y La Reforma y desde el principio de su carrera se refugió en
distintos seudónimos. “Alma”, “Soledad” y “Alguien”, fueron algunos de los nomes
de plume con que la niña Lucía firmaba sus colaboraciones y que hoy nos hablan
de la naturaleza de aquellos primeros artículos, pues esta mujer fue desde
siempre un ser que vivía en y para el amor.
El padre de Gabriela era un modesto profesor rural y su hija a los 18 años
abrazó esa profesión. Fue directora de varias escuelas y obtuvo amplio
reconocimiento como educadora.
Las aulas dejaron muchas cosas a la joven: el amor a los niños, traducido
en una vasta obra poética que hoy continúa recitándose en salones de todo el
continente; el amor a la educación, y el amor por Romelio Urieta. Romelio se
suicidó y la leyenda dice que Gabriela vivió ese suicidio como una pérdida
irreparable y que su muerte, muchos años después, fue por el amor de ese joven.
En “Ausencia” creemos adivinar el dolor profundo de la mujer que ha
perdido el amor y la razón de vivir. Un fragmento:
Se va de ti mi cuerpo gota a gota. / Se va mi cara en un óleo sordo; / se van
mis manos en azogue suelto; / se van mis pies en dos tiempos de polvo. //
¡Se te va todo, se nos va todo! // Se va mi voz, que te hacía campana /
cerrada a cuanto no somos nosotros. / Se van mis gestos, que se
devanaban, / en lanzaderas, delante de tus ojos. / Y se te va la mirada que
entrega, / cuando te mira, el enebro y el olmo. // Me voy de ti con tus mismos
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alientos: / como humedad de tu cuerpo evaporo. / Me voy de ti con vigilia y
con sueño, / y en tu recuerdo más fiel ya me borro. / Y en tu memoria me
vuelvo como esos / que no nacieron ni en llanos ni en sotos. // […] ¡Se nos
va todo, se nos va todo!
Tan pobre que no podía ofrecer matrimonio a la novia, Romelio sustrajo una
cantidad de fondos fiscales de la estación de ferrocarriles a cargo de su hermano,
aparentemente con la intención de devolverlos después. Pero un arqueo
inesperado a la caja reveló el faltante y el joven se quitó la vida antes que vivir la
humillación de ser juzgado como ladrón.
La obra de la poeta sugiere el dolor que eso le produjo. Pero en una
“autobiografía” publicada en la revista Mapocho en 1988, Gabriela precisó:
“[…] digo con la franqueza ruda con que hablo a los propios, que […] nunca
aceptaré que no se nos deje a nosotros, lo mismo que a todo ser humano, el
derecho a guardar de nuestros amores […]. Pero se han hecho disparates tan
descomunales a este respecto, que esta vez tengo que hablar y no por mí sino por
la honra de un hombre muerto.
“Romelio Ureta […] era un mozo nada optimista ni ligero y menos un joven
de zandungas. Había en él mucha compostura, hasta cierta gravedad de carácter
y bastante decoro. […] Romelio Ureta era hombre tan pundonoroso como para
matarse, antes de sufrir vivo una vergüenza. A esta altura del tiempo y de la
costumbre, el hecho no se entiende, pues la probidad escasea más que la
moneda de oro. Yo lo comprendo por haberle conocido a él y al viejo Chile. […]”
Gabriela Mistral llegó a ser directora de varios liceos. Desde muy joven
visitó México, país al que amó al grado de sentirse mexicana. En 1922, José
Vasconcelos, entonces ministro de Educación, la invitó a participar en sus planes
de reforma educativa y en la creación de una red de bibliotecas públicas.
Llegando al país la poeta se integró a las misiones rurales. A pie, a lomo de
mula, en tren y en auto viajó por México para llevar la cultura a los pueblos más
recónditos e instalar bibliotecas y talleres de lectura. Además participó en la
redacción de la Ley de Misiones Culturales y escribió el libro de texto para la
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enseñanza de las niñas, titulado Lecturas para mujeres. Esa estancia de Mistral en
México, entre 1922 y 1924, dejó una huella profunda tanto en ella como en
Vasconcelos.
Su labor como educadora tuvo una influencia internacional y una
profundidad teórica y política. En Estados Unidos y Europa estudió las escuelas y
métodos educativos. A partir de 1933, y durante veinte años, desempeñó el cargo
de cónsul de su país en ciudades como Madrid, Lisboa y Los Ángeles.
En su segundo viaje a México en 1948, vivió en Xalapa y en El Lencero,
entonces propiedad de Rafael Murillo Vidal. Ahí recibió la visita de Lázaro
Cárdenas, de Diego Rivera y de Alfonso Reyes, entre otras personalidades.
Todavía hoy, sus poemas para niños se recitan y cantan en las aulas
primarias de muchos países. En 1945 fue el primer Premio Nobel de Literatura de
Latinoamérica. En 1951, se le concedió el Premio Nacional de Literatura de Chile.
A su primer libro de poemas, Desolación (1922), le siguieron Ternura
(1924), Tala (1938), Lagar (1954) y otros. Su poesía, llena de calidez, emoción y
marcado misticismo, ha sido traducida al inglés, francés, italiano, alemán y sueco
y, a juicio de los conocedores, influyó en la obra de escritores latinoamericanos
posteriores, como Pablo Neruda y Octavio Paz.
Se le ha llamado escritora modernista, pero como la verdad yo no tengo
idea de qué sea eso o con qué se coma, transcribo lo que de su obra leí en algún
texto académico: “Su modernismo no es el de Rubén Darío o Amado Nervo, ya
que ella no canta ambientes exóticos de lejanos lugares, sino que se sirve de su
estética y musicalidad para poetizar la vida cotidiana, para ‘hacer sentir el hogar’”.
Pero yo, sentado a la sombra de la higuera centenaria en El Lencero, casi a
la vista del mar, arrebujado con los rumores de las ventiscas que bajan de Xalapa
y muy cerca de su efigie en bronce, sigo pensando conmovido en que Gabriela
Mistral tuvo la dicha de haber muerto de amor.
5 de enero de 2025