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JUEGO DE OJOS: Medio pan y un libro

27 de julio de 2025
in Miguel Ángel Sánchez de Armas
JUEGO DE OJOS: Año Nuevo
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La pregunta: ¿para qué sirve la literatura?, debiera ser una necedad indigna
de ocupar el tiempo de los lectores y los espacios generosos que JdO recibe cada
semana en tantos medios. A menos que … ¡No! ¡Alto! La literatura sí tiene una
función. No sirve en el sentido utilitario de los productos que la publicidad nos
propone a toda hora. Sirve en cuanto faro que nos señala un camino, nos permite
conocernos, nos abre la puerta a mundos fantásticos y ahuyenta la sobrecogedora
sensación de que sólo estamos en esta tierra para comer, crecer, reproducirnos y
morir.
¿Romántica y absurda idea? Entre mis lectores hay quién dice que un libro
lo obligó a mirarse a las entrañas; quién que una catarata de imágenes y
recuerdos llevó lágrimas a sus ojos; quién que fue arrebatado por una sorpresa
luminosa; quién que en el hilado de imágenes de una poesía encontró la
respuesta a sentimientos que le laceraban el alma. Para todos ellos la literatura
tuvo un sentido. Una utilidad.
En La tentación de lo imposible, Mario Vargas Llosa toma como pretexto el
análisis de la compleja trama de Los miserables para plantearse la pregunta que
todo escritor se hace alguna vez y que para todo autoritario, grande, pequeño,
eficaz o fracasado, es una pesadilla: ¿Es subversiva la literatura? Y aquí
encuentro otra función de las letras (de la literatura y de los libros, contenido y
continente): salvaguardar la esencia humana.
“¿Por qué destruyen libros los hombres?”, se pregunta con candor
Fernando Báez en su ensayo. Y se responde: “Tal vez … los motivos profundos
estén en una declaración de Fred Hoyle, astrónomo y novelista. En De hombres y
galaxias, escribió que cinco líneas bastarían para arruinar todos los fundamentos
de nuestra civilización. Esta posibilidad terrible, impertinente, codiciosa, nos aturde
y no habría razones para no pensar que, tras la excusa autoritaria, se esconda la
búsqueda obsesiva del libro que contenga esas cinco líneas.” (¿Recuerdan mis
lectores la trama de El nombre de la rosa de Umberto Eco?)

Juego de ojos
Miguel Ángel Sánchez de Armas

2
La memoria colectiva decidió dejar rastro escrito por primera vez hace 5 mil
300 años. Y de inmediato, casi como un reflejo, comenzó el hombre a destruir
esas tablillas primigenias. Y sí, desde la intolerancia que acabó con la gran
Biblioteca de Asurbanipal hasta las bombas que destruyeron las bibliotecas y
museos de Bagdad en la guerra del Golfo, pasando por las prohibiciones y
quemas de libros de todas las grandes religiones y de todos los sistemas políticos,
el autoritarismo nos está diciendo que la palabra y los libros son peligrosos porque
sirven para hacernos libres. Como yo francamente no encuentro diferencia entre
quienes enviaron a la hoguera los manuscritos inéditos de Bábel y los que
pretendieron prohibir la circulación de Ulises, de Cariátide o de La sombra del
Caudillo, deduzco entonces que la literatura sí tiene una utilidad.
(Me es inevitable recordar al llorado Voltaire cuando al enterarse de que los
ejemplares de Cartas filosóficas se estaban quemando en las plazas públicas de
París, exclamó jubiloso con aquella su tremenda ironía: “¡Vaya, cómo hemos
progresado! Antes se incineraba a los escritores … ahora el fuego es sólo para los
libros. ¡Eso es civilización!”)
A mí me parece pleonástico hablar de la relación que tenemos con los
libros. Es como hablar de la relación que tenemos con lo humano. Hay escritores
que fulguran desde la primera letra del primer párrafo de la primera página de sus
textos. Vasconcelos sostenía que esos libros deben leerse de pie. Yo digo que no
pueden ser abiertos impunemente … como tampoco se hace el amor
impunemente. Un momento cualquiera vamos por la vida atendiendo nuestros
propios asuntos y en el siguiente, ¡zas!, un tono de voz, un aroma, un roce de piel
… o el primer párrafo de un libro, tienen en nosotros el efecto de un rayo y ya no
volvemos a ser iguales.
La correspondencia espiritual con lo impreso ha sido materia de largas y
espléndidas disquisiciones. Tomemos por ejemplo a Henry Miller. De entre su
obra, Los libros en mi vida me hipnotiza. Es un texto de una belleza extraña
porque hace las veces de confesionario de las lecturas de mayor influencia en
este autor. El escritor no defiende en él sus preferencias literarias, sólo las

Juego de ojos
Miguel Ángel Sánchez de Armas

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presenta. Es como una larga reseña de sus lecturas, a las que no califica sino
explica cómo las percibió, cómo las sintió, con cuáles se quedó y por qué. Dice
Miller que el libro que yace inane en un anaquel es munición desperdiciada. Que
los libros deben mantenerse en constante circulación, como el dinero. Que el libro
no sólo es un amigo sino que sirve para hacernos conquistar amigos. Que
enriquece al que se apodera de él con toda el alma, pero enriquece tres veces
más al que lo analiza.
Goethe estaba convencido de que al leer no se aprende nada, sino que nos
convertimos en algo. La lectura no como un ejercicio erudito sino como una forma
de vivir.
Máximo Gorki encontraba que al platicar sobre sus lecturas las
distorsionaba y les agregaba cosas de su propia experiencia. Y ello ocurría porque
literatura y vida se le habían fundido en una sola cosa. Para él un libro era una
realidad viviente y parlante. Menos una “cosa” que todas las otras cosas creadas o
a crearse por el hombre.
Edmundo Valadés vivió convencido de que el libro que uno desea con toda
el alma siempre encuentra el camino hacia nosotros. De mi querido amigo fueron
estas palabras: “Poder leer es ya no volver a estar solo. Desde temprana edad, los
libros me han sido compañeros inseparables: en ellos contraje ese bello «vicio
impune», el único que no suscita remordimientos: el de la lectura”.
Podría escribir un libro con citas así. Como de Samuel Johnson, quien,
dijeron asombrados sus contemporáneos, no leía libros sino bibliotecas. O sobre
la defensa de los tomos subrayados de Gustavo Sáinz, para quien un texto se
convierte en la lectura única e intransferible de un ser singular cuando éste le mete
pluma y resaltador a las páginas.
Un mar de tinta y una montaña de papel no bastarían para consignar todo lo
que puede escribirse acerca de lo que Robert Darnton llamó El coloquio de los
lectores y yo, Las afinidades secretas.
Esta relación de lo humano y lo escrito fue magistralmente expuesta por
Federico García Lorca en septiembre de 1931 durante la inauguración de la

Juego de ojos
Miguel Ángel Sánchez de Armas

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primera biblioteca de su pueblo, Fuente Vaqueros, en Granada. Medio pan y un
libro, tituló la alocución. Aquí, con alegría, unos fragmentos:
“No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido
en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco
desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones
económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los
pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos
los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo
contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en
esclavos de una terrible organización social.
“Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede,
que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente
con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber
y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos
libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?
“¡Libros! ¡Libros! He aquí una palabra mágica que equivale a decir: «amor,
amor», y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia
para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre
de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia,
alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de
nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: «¡Enviadme
libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!». Tenía frío y no pedía
fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es
decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía
física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy
poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.”
Termino con otra cita, ésta de Xavier Villaurrutia, en la famosa carta que le
dirigiera a un atribulado joven Edmundo Valadés que buscaba un camino a la
poesia, allá por 1936:

Juego de ojos
Miguel Ángel Sánchez de Armas

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“¿Tendré que citar de memoria la frase de San Mateo que aprendí en André
Gide acerca de la salvación de la vida? ‘Aquel que quiera salvarla, la perderá
–dice el evangelista-, y sólo el que la pierda la hará verdaderamente viva’.
Releyendo una página de Chesterton, encuentro algo que es, en esencia, idéntico
pero que se acomoda mejor a la crisis del espíritu en que usted parece hallarse:
‘En las horas críticas, sólo salvará su cabeza el que la haya perdido’. ¿Ha perdido
usted la suya? Mi enhorabuena. Piérdala en los libros y en los autores, en los
mares de la reflexión y de la duda, en la pasión del conocimiento, en la fiebre del
deseo y en la prueba de fuego de las influencias que, si su cabeza merece
salvarse, saldrá de esos mares, buzo de sí misma, verdaderamente viva.”
Amén.

27 de julio de 2025

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