Para Adriana
Un 30 de noviembre hace 31 años Edmundo Valadés puso punto final al
cuento de su vida. El otoño era su temporada. Todas sus grandes aventuras, todas
las que merecieron ser contadas, fueron en otoño. Generosidad del destino: la
más grande aventura, la única cierta, también le llegó en otoño y entonces le
dijimos hasta luego … hasta que nuestro propio otoño nos alcance.
No escribo para llorar a mi querido amigo ni para arropar su recuerdo en un
manto de nostalgia. Quiero compartir unas imágenes, instantáneas rápidas y
gruesos brochazos, del Valadés que entró por la puerta grande al cuento y se hizo
el adalid por excelencia de este género .
Es difícil hoy saber cuál de las dos vocaciones de Edmundo –literatura y
periodismo- fue primera. El mismo no lo tenía claro. A los doce años escribía
cuentos, proyectos de novela y pequeñas obras de teatro. Ya mayor, sus sueños
de ser reportero fueron arrullados por el run-run hipnótico de las rotativas.
La tentación del periodismo le venía de familia; la literatura era un dolor
sordo en el corazón. Su abuelo y su padre fueron periodistas. Su primo José C.
Valadés le abrió las puertas con Diego Arenas Guzmán y con Regino Hernández
Llergo y Edmundo entró a las redacciones sin echar una mirada atrás, apenas un
adolescente. La literatura, en cambio, no se le reveló como una certeza sino hasta
los 40 años, cuando tuvo entre sus manos la primera edición de La muerte tiene
permiso.
“Entonces supe que realmente era un escritor”, me dijo en nuestras
Conversaciones a mediados de los ochenta.
Tres décadas después de su partida, Valadés sigue en las letras mexicanas
con la obstinación de quien nunca se resignó a la medianía. Fue narrador, sí, pero
antes que nada un artesano radical del cuento: de la puntería, la concisión, la
escena que estalla en el instante preciso. Su obra cuentística -La muerte tiene
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Miguel Ángel Sánchez de Armas
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permiso, El libro de la imaginación, Las dualidades funestas, Sólo los sueños y los
deseos son eternos, Palomita- no pertenece a la tradición del relato expansivo,
sino a la escuela del bisturí: personajes que se asoman, dialogan con la fatalidad y
desaparecen sin pedir disculpas.
Y su revolución literaria se complementa en en el territorio que abrió para
otros. Comprendió que el cuento necesitaba una casa, un lugar donde crecer sin
pedir permiso y así nació El Cuento, la revista que durante décadas fue taller,
refugio, ring y sala de espejos para miles de narradores de México y de América
Latina. En sus páginas debutaron desconocidos que luego serían autores
centrales; allí se formaron generaciones enteras que encontraron en Valadés a un
editor riguroso, paciente, generoso y, sobre todo, incorruptible. José Emilio
Pacheco ha narrado que él y Carlos Monsiváis se presentaban los domingos por la
mañana en la casa de Edmundo y les cedía sus pocas horas de descanso para
revisar sus textos adolescentes.
Si el minicuento y la minificción tienen hoy carta de ciudadanía, es porque él
se empeñó en demostrar que la brevedad no era atajo, sino exigencia; que en
media cuartilla caben la ironía, la denuncia, la epifanía y el desconsuelo; que un
cuento de diez líneas puede ser más feroz que una novela de trescientas. América
Latina lo entendió pronto: escritores de toda la región buscaban las páginas de El
Cuento como quien intenta pasar una aduana literaria, una especie de rito de
legitimación informal entre pares.
Tengo la certeza absoluta de que El Cuento es hija de esa mezcla, de ese
choque de mundos, de esa dualidad creador literario – periodista que desgarró a
Edmundo durante toda su vida. A fin de cuentas fue un producto periodístico que
abrevó en la literatura. Pero eso no es todo. Valadés tiene una producción
ensayística deslumbrante poco conocida. Yo recuperé varios de sus trabajos en
En estado de gracia, el libro nacido de nuestras conversaciones. De la “Ronda por
el cuento brevísimo” tomo su definición del género:
“Minificción, minicuento, micro-cuento, cuento brevísimo, arte conciso,
cuento instantáneo, relampagueante, cápsula o revés de ingenio, síntesis
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imaginativa, artificio narrativo, ardid o artilugio prosísticos, golpe de gracia o
trallazo humorístico, sea lo uno o lo otro, es al fin también perdurable creación
literaria cuando cifre certeramente su mínima pero difícil composición, que exige
inventiva, ingenio, impecable oficio prosístico y, esencialmente, impostergable
concentración e inflexible economía verbal, como señala José de la Colina, para
los que él llama «cuentos rápidos». La minificción no puede ser poema en prosa,
viñeta, estampa, anécdota, ocurrencia o chiste. Tiene que ser ni más ni menos
eso: minificción. Y en ella lo que vale o funciona es el incidente a contar: El
personaje, repetidamente notorio, es aditamento sujeto a la historia, o su pretexto.
Aquí la acción es la que debe imperar sobre lo demás.”
Valadés permanece como un faro discreto -una luz sin aspavientos, pero
imposible de apagar- que sigue recordándonos que el cuento es un acto de
precisión moral: decir lo necesario, callar lo inútil, y dejar en el lector una inquietud
que no lo abandone. Tal vez ésa sea la forma más honesta de la permanencia.
Un día tuve una larga conversación con Edmundo sobre periodismo y
literatura, tema recurrente y difícil que agobia, asalta, angustia, a quienes tenemos
un pie en cada terreno. “¡No!”, sostuvo tajante, casi violento. “El periodismo no
aporta nada a la literatura”. Pero muy avanzada la charla, muy acalorada la
reflexión, muy repetidos los güisquis, tuvo que admitir:
“Fíjate que por primera vez me estoy dando cuenta de que el periodismo sí
me aportó personajes, ambientes, situaciones, para varios de mis cuentos. Es
decir, nacieron por otras motivaciones y el periodismo me dio el complemento, me
dio el ambiente, me dio algunos personajes, me dio algunas otras cosas para la
obra literaria”.
Entre algunas de esas “otras cosas” Edmundo recibió del periodismo la
anécdota verídica que -como el orfebre que a partir de un tosco pedazo de metal
teje una cadena de frágiles y delicados eslabones-, habría de ser la semilla del
más conocido de sus cuentos: La muerte tiene permiso.
Nada más. Nada menos.
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Edmundo vivió convencido de que el libro que uno desea con toda el alma
siempre encuentra el camino hacia nosotros. Y sostuvo que leer es ya no volver a
estar solo. “Desde temprana edad, los libros me han sido compañeros
inseparables: en ellos contraje ese bello «vicio impune», el único que no suscita
remordimientos: el de la lectura. A la conquista de ella, algo tardía, pero aún niño,
desemboqué en los cuentos de hadas como a un mundo de fascinación y
ensueño, al que era la utopía infantil, y me nutrí de la colección Calleja, de formato
minúsculo: geografía de lo fantástico.
“Si es un gozo el recuerdo de lecturas imborrables, ¡qué pena que las
dejamos de hacer de libros o autores insoslayables! Un libro no leído es el peor
tiempo perdido. Algunas de las grandes revelaciones o influencias decisivas en la
vida de un ser humano, están en los libros, en algún libro que espera su a veces
predestinado lector. Los escritores somos hijos de ellos. Les debemos la
posibilidad de escribir otros libros.”
De él dijo José Emilio Pacheco: “Edmundo Valadés o la generosidad. Ha
dedicado la mayor parte de su tiempo a difundir las obras ajenas, a compartir sus
entusiasmos, a tender puentes hacia otras literaturas, a revalorar el pasado y a
estimular a los que empiezan. Le tocó nacer en la generación de Arreola,
Revueltas, Rulfo. No se parece a ninguno de los tres y al mismo tiempo hay en él
algo de sus contemporáneos, y no podría ser de otro modo. Valadés rompió las
falsas fronteras entre narrativa fantástica y realista, literatura urbana o rural. No
cedió a ninguna prohibición: ha hecho cuentos magistrales que valen por sí
mismos y también se anticipan a bastantes cosas que llegaron después. Le
debemos narraciones de infancia y adolescencia, cuadros del holocausto nuclear,
vasos comunicantes entre historia y vidas privadas.”
23 de noviembre de 2025











