Edmundo Valadés sostuvo que en un cuento, la única posibilidad que el
autor tiene de ser reconocido pasa necesariamente por el estilo.
“Es la marca de fábrica, la manera personal de contar la historia, de tender
a su estructura, de perfilar personajes, de manejar el idioma … de tramar un
cuento que resulte inolvidable, como también lo será él mismo”, expresó el autor
de La muerte tiene permiso.
En la vida cotidiana el estilo es la personalidad. Es todo aquello que
caracteriza a una persona y que refleja en su entorno inmediato. También en
literatura el estilo es parte de la personalidad del escritor, aunque en el proceso
creativo el estilo se refiere a la manera en que un autor se vale de ciertas leyes,
normas y técnicas para expresarse. El estilo es la manera de hacer las cosas y
siempre está presente en la literatura. Puede ser bueno, malo, excelente o regular,
pero cuando está ausente, cuando del texto se deduce el parentesco con el idioma
sólo por la presencia de las palabras, puede haber escritura, mas no literatura.
Hay estilos que se ensanchan y se universalizan en ciertas épocas y se
convierten en el sello de una generación –independientemente de las
particularidades de cada uno de sus integrantes. Un lector atento no dejará de
reconocer un estilo en la cuentística francesa del siglo XIX y otro en la cuentística
yanqui de principios del pasado.
En los últimos años el cuento ha crecido en el interés de los lectores
mexicanos. La cultura audiovisual en que vivimos, con su carga de mensajes
digeridos, explica esta predilección por lo breve entre quienes siguen creyendo en
los libros. Esta “cultura del fragmento” ha llevado a los escritores más sensibles a
utilizar no sólo la palabra cotidiana, sino el tono periodístico y testimonial propios
de la crónica, de tal manera que en muchos casos es difícil distinguir entre
periodismo y creación literaria, entre testimonio y ficción.
Definir lo que es un cuento puede resultar una tarea tan peligrosa como
intentar una definición de “belleza” que satisfaga a todo el mundo. Sin embargo,
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hay puntos en los que están de acuerdo la mayoría de los autores
contemporáneos: extensión inferior a la de la novela, tensión constante y
desenlace inesperado.
A partir de estos y otros puntos se ha intentado formular leyes, que como no
atañen a fenómenos comprobables y medibles como la fuerza de gravedad o la
curvatura de la luz en las proximidades de los astros, pueden dar a teóricos y
críticos un placer semejante al que obtenían los padres de la Iglesia al discutir
sobre el sexo de los Tronos o el número de ángeles que pueden danzar en la
punta de un alfiler … pero de poca utilidad al proceso creativo en sí.
William Faulkner dijo en alguna entrevista que si el escritor está interesado
en la técnica, más le valdría dedicarse a la cirugía o a la colocación de ladrillos,
opinión extrema, sin duda, aunque tiene lo suyo. Edmundo Valadés, en contra, fue
capaz de revisar brillantemente todos los aspectos teóricos del cuento y concluir
con una sencilla confesión: “… al término de especulaciones, el cuento tiene leyes
secretas, misteriosas, y lo único que sé es que sólo el cuentista es quien puede
intuirlas.”
Entre aquel tajante rechazo a la técnica, y este azoro frente a los misterios
de la creación literaria hay, digamos, un canal de navegación por el que es posible
transitar muy provechosamente.
¿Qué es, pues, “un cuento” en literatura? Julio Cortázar dice que el cuento
“parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en
Francia, cuando un cuento excede de las veinte cuartillas, toma ya el nombre de
nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha.”
Hay, por supuesto, muchas definiciones de cuento. O intentos de definición.
Entre ellos:
Ernesto Sábato: “El cuento tiene que dar en pocas palabras una idea toral y
poética.”
Robert Stanton: “El autor de un cuento debe crear y poblar su mundo, y
simultáneamente zambullirse en la acción.”
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Mario A. Lancelotti: “El tour de force del cuentista consiste en convertir el
acontecimiento en un lenguaje; el cuento no es una forma estática.”
Silvina Bullrich: “El cuento puede darse todos los lujos menos el de ser
incompleto; el cuento es un hecho consumado, una íntima parcela de vida
completa en medio de los años que abarcan el pasado de un hombre sobre la
tierra.”
Alberto Moravia: “El cuento debe sujetar en su silla al lector.”
H. H. Murena: “El cuento es algo así como una gota de agua vista con una
lupa, y por lo tanto en ella está el universo entero.”
Existen muchas más definiciones, quizá tantas como cuentistas. Una
revisión cuidadosa de las recetas, leyes y técnicas que rigen o que deben regir al
cuento, nos permitirá aislar de inmediato elementos comunes a principios
generales de la técnica cuentística tal como se conoce hoy en día. Dejo fuera de
estos principios el tema de la extensión, pues discutirla puede ser infernal. Un
cuento es un cuento y como tal se le reconocerá independientemente del número
de páginas o líneas en que esté contenido. ¿O no nos lo recuerda: “Cuando
despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí”? Una sonrisa para Augusto.
A mediados del siglo antepasado Edgar Allan Poe –punto de referencia
para la cuentística contemporánea- publicó su famosa homilía sobre el cuento o
historia corta, una definición que no me deja de fascinar y que, a riesgo de ser
satanizado desde las troneras de la Academia por los magísteres de la FFyL,
considero a la altura del Sermón de Gettysburg de Lincoln (sí, leyeron bien, escribí
“Sermón” y con mayúscula):
“Un hábil artista literario ha construido una narración. Si prudente, no ha
modelado sus ideas para conciliarlas con su trama; pero habiendo concebido,
cuidadosa y deliberadamente, cierto efecto único a lograr, entonces pergeña tales
incidentes, y combina tales hechos como mejor le sirvan para lograr el fin
preconcebido. Si desde la misma primera línea no se tiende al logro de tal efecto,
entonces habrá fracasado en el primer paso. A lo largo de toda la extensión de la
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obra no incluirá una sola palabra cuya tendencia, directa o indirecta, no sea hacia
la consecución de ese diseño prestablecido.”
En 1925, otro coloso de la República de las Letras, el uruguayo Horacio
Quiroga, publicó su Manual del perfecto cuentista en cuyo punto V aconseja: “No
empieces a escribir sin saber desde la primera palabra a dónde vas. En un cuento
bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres
últimas.”
Cuarenta y cinco años después Cortázar diría: “Un cuento es malo cuando
se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o
las primeras escenas.”
Y mi querido y llorado Edmundo Valadés, 16 años más tarde, apuntó: “Un
cuento debe estar conformado como un círculo trazado de principio a fin, sin que
sea válido salirse de él. Hay que sujetarse a la redondez que exige, a la
continuidad de la historia prestablecida, que debe desenvolverse sin rodeos o
divagaciones innecesarias o excluyentes, hasta alcanzar el punto que la cierre.”
En estas reflexiones de los maestros citados podemos encontrar lo que
parecieran ser los dos elementos básicos del cuento: la tensión, o el mantener sin
concesiones cierta, digamos, presión vital que fluye del creador al lector, y un
estilo que a la manera de una flecha en busca de su blanco, discurre sin
desviaciones, sin rodeos innecesarios, desbrozada de todo exceso y de toda
carga que pueda entorpecer su trayectoria.
También un cuento debe dejarnos la sensación de que los hechos descritos
–trátese de situaciones extraordinarias en que se involucran seres ordinarios o de
seres extraordinarios atrapados por asuntos ordinarios- no sólo son posibles sino
que incluso nos pudieron haber pasado a nosotros.
Construir una teoría del cuento ha sido un reto tan antiguo como el género.
Hay una extensa bibliografía y en las facultades de letras de todo el mundo
sesionan cátedras especializadas en el análisis y desensamblaje de los secretos
de este género. (Todavía me contrae el píloro el recuerdo del estudio de Propp en
Letras, cuando lo imaginaba como un Kerensky con espada de fuego echando del
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Paraíso de los Trabajadores a frivolidades como la risa espontánea o el amor
combustible.)
En el gremio de escritores las posturas van desde el moderado interés
hasta un franco desprecio y rechazo a la elaboración teórica de los críticos y
académicos. No pocas veces unos han acusado a los otros de pretender armar
planos para el cuento, como si de edificar puentes o armar rompecabezas se
tratara, cuando no guías del tipo “hágalo usted mismo”.
Ya cité lo que Faulkner opinaba de la técnica. Más conciliadora, Eudora
Welty opinaba que los escritores no debían negar las posibilidades y los logros de
una buena crítica: “Eso sería jactancioso, ignorante y ciego. La crítica a un cuento
puede parecer ciega en sí misma cuando es introspectiva y tediosa; pero por otra
parte, puede ver el cuento como un todo y sus relaciones sutiles. Seríamos tontos
si no investigáramos estos puntos. Nos pueden dar mucha luz”. Cito a la Welty
para no incurrir en una incorrección política ante mis implacables alumnas, pero
desde luego no estoy de acuerdo.
No es fácil comprender esto cuando se es joven y con la ilusión de
convertirse en escritor llega uno a las aulas en donde se imparten clases de
lengua y literatura. Sólo el ejercicio mismo de la escritura diferenciará los caminos.
Pero tampoco se puede ser creador como si fuese uno tocado por el dedo divino.
Todos hemos escuchado confesar a los escritores, pues es pregunta obligada, que
sólo se llega con 90% sudor y 10% talento … o bien que si las hijas de Zeus
realmente existen … lo mejor es esperarlas escribiendo.
Para terminar, mi cita favorita de Chesterton: “En las horas críticas, sólo
salvará su cabeza el que la haya perdido”. Amén.
31 de agosto de 2025