Ngugi wa Thiong’o y su esposa estaban en su departamento de Nairobi
cuando por la madrugada unos rufianes forzaron la entrada y los atacaron. A él le
quemaron el rostro con cigarrillos encendidos. A ella la violaron. Esta fue la
bienvenida que recibió el matrimonio a su regreso a Kenia tras 22 años de exilio.
Aunque poco o nada nos diga el nombre de Ngugi wa Thiong’o en estas
latitudes, se trata de una de las cumbres de la literatura africana y universal y un
ser humano extraordinario.
Nadie en Kenia creyó que la agresión de que fue víctima, esto hace unos
años, hubiera sido un caso más de la oleada de crimen y violencia que azotaba al
país, pues los libros de Thiong’o están prohibidos desde que en 1977 el entonces
“padre de la patria” Jomo Kenyatta y su vicepresidente Daniel arap Moi lo
mandaron encarcelar y desmantelaron el teatro al aire libre en el que se
presentaba su obra Me casaré cuando yo quiera, que habla de la injusticia y la
inequidad en aquella nación.
El arresto de Thiong’o fue al amparo de un “decreto de seguridad pública”
expedido por aquel gobierno que tenía al teatro y a la literatura como instrumentos
de disolución social. Como está ampliamente comprobado, en un régimen
autoritario la primera víctima es la inteligencia y la segunda, la verdad.
Parece anécdota de políticos mexicanos tomada de La dictadura perfecta
este episodio verdadero: se publica un libro de Thiong’o basado en una leyenda
kikuyo en la que un luchador social, Matigari, jura alzarse en armas para lograr la
independencia del país. Las ventas del libro son fenomenales y la historia se
populariza entre las masas. Las autoridades toman nota … y expiden una orden
de aprehensión en contra del “agitador revolucionario Matigari” por conspirar para
derrocar al régimen. Podría uno morirse de risa con el chiste de no ser por el baño
de sangre que siguió a la “persecución” del antisocial bandolero Matigari.
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Miguel Ángel Sánchez de Armas
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Si alguien encuentra alguna semejanza con los motivos que llevaron a un
gobierno de nuestra Revolución a prohibir La sombra del caudillo de Martín Luis
Guzmán y a enlatar durante años la película basada en la obra, no pecara de
sospechosismo. Hablando de México, Thiong’o visitó nuestro país en 2017 y tuvo
presentaciones en la Feria Internacional del Libro en el Zócalo y en el Colegio de
México. Leyó fragmentos de Sueños en tiempos de guerra: una memoria de la
niñez y de Diablo crucificado, habló de sus padres analfabetas y de Carlos
Fuentes. Salvo La Jornada, que insertó una pequeña reseña en la sección de
cultura, su visita pasó desapercibida para nuestros grandes medios impresos y
audivisuales. Quizá por que escribe en kikuyo, que por estos rumbos es tan ajeno
como el arameo … o el zapoteco.
Después del arresto y de la clausura de su obra de teatro, Thiong’o pasó un
en una celda y por supuesto sin ser presentado ante un juez. Al salir de prisión
supo que había sido destituido de su cátedra en la universidad. Durante los años
siguientes él y su familia fueron puntualmente hostigados por los infatigables
servidores públicos de la nación keniana.
Pero en un rasgo muy propio de su personalidad, Thiong’o decidió
permanecer en su tierra y seguir publicando hasta que las circunstancias fueron
tan brutales que no tuvo más remedio que exiliarse primero a Inglaterra y
posteriormente a Estados Unidos, en donde reside actualmente y da clases de
literatura.
Pero al abandonar la cárcel, en una decisión que me parece ejemplar, da un
giro extraordinario a su vida: renuncia al inglés, el idioma colonial en el que fue
educado; al cristianismo, que fue su religión impuesta; a los valores culturales de
Occidente, e incluso a su nombre, que hasta entonces había sido James Thiong’o
Ngugi.
El fruto de esa decisión fue la primera novela moderna escrita en kikuyo, su
idioma materno: Caitaani Muthara-ini (Diablo crucificado), con la que clava
definitivamente la tapa del ataúd sobre su pasado colonial. Diablo crucificado tiene
además el mérito enorme de que fue escrita en prisión, sobre tiras de papel
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sanitario. Durante su estancia en México, Ngugi explicó que el papel sanitario era
basto y con astillas de madera, lo que lo hacía poco propicio para su uso
designado, pero excelente para escribir.
Esta hazaña evoca a Knut Hamsun y su Hambre, y al no menos
extraordinario Reportaje al pie de la horca de Julius Fucik, redactado en una celda
sobre trozos de papel estraza que eran arrojados por entre los barrotes y
recuperados en la calle fuera de la prisión de Praga por miembros de la resistencia
antifascista.
“Planteó que la literatura escrita por africanos en un idioma colonial no es
literatura africana, sino ‘literatura afro-europea’ y que los escritores deben utilizar
su propia lengua para dar a la literatura africana su propia gramática y
genealogía”, dice Jennifer Margulis.
En el adiós al inglés que fue su Descolonización del espíritu, el propio Ngugi
conceptúa al idioma como el instrumento que los pueblos tienen no sólo para
describir el mundo, sino para comprenderse a sí mismos. Para él, el inglés en
África es una “bomba cultural” que acentúa el proceso de borrar la memoria de la
cultura e historia precoloniales y un mecanismo eficiente de nuevas e insidiosas
formas de dominación.
En esto, Thiong’o tomó un sendero opuesto al de otro gran escritor africano,
el nigeriano Chinua Achebe, quien decidió escribir en inglés y no en su natal ibo,
pese a que los tiempos en Nigeria eran de rebelión y lucha anticolonial. “Fue parte
de la lógica de mi situación”, diría Achebe a Maya Jaggi, “enfrentar las historias
que se escribían sobre nosotros en el mismo idioma. Escribir en inglés es una
decisión dolorosa, pero no asume uno un idioma para castigarlo: ese idioma se
convierte en parte de uno. Y tampoco se puede utilizar un idioma a distancia. Se
insertan el inglés y el ibo en una misma conversación, como lo son en mi vida
diaria, y ello es fascinante”.
Jennifer Margulis explica así la decisión de Thiong’o: “El escribir en kikuyo
no es sólo una manera de dar voz a las tradiciones kikuyu, sino también de
reconocer y comunicar su presente. Ngugi no está interesado primordialmente en
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la universalidad […] sino en preservar la especificidad de los grupos. En general,
Ngugi recuerda que la lengua y la cultura son indivisibles, y que por lo tanto la
pérdida de aquélla tiene como consecuencia la pérdida de ésta”.
Este sentimiento puede explicarse mejor con una pequeña muestra de su
literatura. En traducción libre mía, un fragmento de “El mártir”, incluido en
Literatura africana, edición de Lennart Sörensen:
De nuevo cantó el búho. ¡Dos veces!
-Una advertencia para ella –pensó Njorege. Y de nuevo todo su espíritu se
inflamó de odio, odio en contra de todos los de piel blanca, los extranjeros
que habían desplazado a los verdaderos hijos de la tierra de su hogar
sagrado. ¿Acaso no había Dios prometido a Gekoyo que daría toda la tierra
al padre de la tribu –a él y a su descendencia? Y ahora toda la tierra había
sido arrebatada.
Ngugi wa Thiong’o nació en 1938 en la congregación de Kamiriithu en el
distrito Kaimbu, una zona conocida como “la meseta blanca” en la Kenia
colonizada por la pérfida Albión. Fue el quinto hijo de la tercera de las cuatro
esposas de su padre, un agricultor que fue degradado a jornalero por un decreto
imperial británico de 1915. Su tribu, los kikuyo, son el mayor grupo étnico de
Kenia.
Aquella infancia y adolescencia transcurrida en una suerte de esquizofrenia
cultural marcaría la obra de Thiong’o, un kikuyu-africano y occidental-cristiano,
educado en una escuela inglesa y en las universidades de Makerere en Kampala,
Uganda, y Leeds, Inglaterra. Un hombre tribal heredero de una cultura enfrentada
al occidente, despojado de su lengua e inserto en el mundo del colonialismo como
catedrático en universidades estructuradas conforme al modelo europeo.
Por esa razón sus novelas se nutren del conflicto cultural derivado del papel
del cristianismo, la educación en inglés y la creciente opresión de los kikuyo y
otros pueblos africanos a manos del colonialismo europeo. De esa época son No
llores, criatura, El río que divide y Un grano de trigo.
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Hay otro dato que nos ayuda a entender el ambiente, los personajes y la
textura de la obra de Thiong’o: la participación de su familia en la rebelión de los
mau mau, el movimiento nacionalista contra el dominio británico provocado por la
expropiación de tierras. Su hermano mayor era militante y su madre fue torturada
por esa causa. Un hermanastro murió en la campaña.
Un grano de trigo, título que alude al tema bíblico del sacrificio para la
resurrección (“a menos que muera un grano de trigo”) es la historia del heroísmo
de un hombre y su búsqueda del delator de uno de los dirigentes mau mau. Los
hechos tienen lugar en una aldea que es destruida en la guerra, como lo fue el
propio pueblo de la familia de Ngugi.
En la vida real, cuando la rebelión fue sofocada en 1956, habían muerto
once mil rebeldes, y ochenta mil niños, mujeres y hombres kikuyu estaban en
campos de concentración. Además perdieron la vida más de cien europeos y unos
dos mil africanos leales a la pérfida Albión.
Como apunto arriba, la vida de Ngugi guarda semejanzas con la del
nigeriano Chinua Achebe, también miembro de una tribu dominante, también
entregado al cristianismo, también educado en inglés y también recuperado por la
fuerza telúrica de su cultura, como si se tratase de una versión inversa del
complejo de Anteo. Esto no puede ser una coincidencia accidental, pues ambos
fueron producto de sociedades brutalmente colonizadas en donde los invasores
pretendieron llevar a cabo la sistemática eliminación de la cultura local, como
sucedió en la conquista de México.
Hay sin embargo una diferencia fundamental entre estos escritores
hermanados por tantas otras razones: mientras que Achebe es el primer escritor
africano que pone el inglés al servicio de lo africano, Thiong’o denuncia el uso de
ese idioma pues lo considera un caballo de Troya cultural.
Apunto para mi propia tranquilidad que a partir de ese momento -en otra
paradoja inversa- los editores coloniales, en particular los ingleses, se apresuraron
a traducir del kikuyu al inglés la obra de Ngugi, gracias a lo cual ésta goza de un
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gran mercado entre los públicos de la antigua metrópoli y hace posible que en
otras partes del mundo también se le conozca.
Algo que resulta atractivo de la decisión de Ngugi es que, guardadas todas
las proporciones y como fantasía de la que sólo yo soy responsable, imaginemos
por un momento la ejemplaridad para nuestra propia literatura si de pronto un
poeta totonaco o un escritor maya renunciaran a escribir en español y dijeran al
mundo mexicano: “Si quieren leernos … aprendan nuestro idioma … ¡o promuevan
traducciones al castellano!”
16 de febrero de 2025
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