Héctor de Mauleón no está solo.
En el 41 aniversario de la ejecución nunca aclarada del autor de “Red Privada”, ofrezco
en dos entregas una versión abreviada de mi prólogo al libro de Carlos Ramírez,
Periodismo político. Antología de columnas de Manuel Buendía, que ha comenzado a
circular. Y en una tercera entrega recupero el episodio “En defensa de la palabra”, la
respuesta gremial a la amenaza de muerte que un cacique tropical lanzara a Manuel
Buendía en 1979. Hoy los censores gozan de cabal salud y tienen en la mira a Héctor
de Mauleón y a todo el pensamiento independiente: defender a la palabra es más
urgente que nunca.
Manuel Buendía fue asesinado al atardecer del 30 de mayo de 1984 en la
avenida más transitada de la Ciudad de México. De ese episodio nos quedan tres
certezas: su muerte, la acción de un sicario profesional y cinco tiros de una pistola
de alto calibre. Todo lo demás se difuminó en una bruma de conjeturas y
sospechas no aclaradas al día de hoy.
Buendía fue el periodista más leído, respetado e influyente de su tiempo, un
columnista político de gran penetración y enorme popularidad. El asesinato se
interpretó entonces como una advertencia a las voces críticas en un México que
se debatía entre crecientes tensiones políticas, sociales y económicas internas, y
en el ámbito internacional era uno de los escenarios de la disputa entre yanquis y
soviéticos por la supremacía en las américas.
Fue un periodo convulso, crispado. No fueron accidentales los episodios
que se acumularon en México a lo largo de esas semanas: desde que el 30 de
abril de 1984 soldados guatemaltecos violaron la frontera con Chiapas y atacaron
campamentos de refugiados en territorio mexicano, hasta el asesinato de Buendía
el miércoles 30 de mayo de ese año.
Juego de ojos
Miguel Ángel Sánchez de Armas
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Héctor Aguilar Camín consideró que en aquel mes nuestro país fue blanco
del mayor asedio estadounidense que haya tenido un gobierno mexicano desde
las épocas de Calles, en los años veinte. En perspectiva, es un caso de estudio en
desestabilización. Y si eliminar a figuras prominentes para inducir zozobra es una
fórmula clásica en los manuales del intervencionismo, ¿esta sería la explicación
del asesinato de Manuel Buendía? No lo sabemos. Pero el carácter programado
del hecho, como observó Aguilar, no pasó desapercibido.
“Fue la culminación de semanas terribles y el asesinato, claramente, una
ejecución […]. Difícilmente pudo escogerse un blanco mejor que Buendía para
inyectar en la sociedad mexicana la sensación de temor, desgobierno y cambios
ominosos en su vida pública”, escribió.
El asesinato Buendía tuvo repercusiones en el extranjero y algunos
observadores no descartaron la posibilidad de que el periodista hubiese sido
eliminado justo por su carácter de pieza sensible en el contexto de un programa
de desestabilización geopolítica.
El historiador Russel Bartley escribió que Buendía “era una poderosa voz
opositora de los objetivos de política exteriores de los Estados Unidos a través de
la región Mesoamericana y un eficaz crítico de medios y periodistas individuales
que apoyaban tales objetivos”.
Matthew Rothschild, editor de la revista The Progressive que en abril de
1985 publicó una amplia investigación sobre la trayectoria de Buendía y las
circunstancias del crimen con el encabezado “¿Quién mató a Manuel Buendía?”
en la portada, creyó que el crimen tuvo razones políticas y había sido ejecutado
por profesionales contratados por “personas, o grupos de personas que se
sintieron amenazadas por lo que Buendía estaba escribiendo”. A su juicio, los
grupos más probables habrían sido los traficantes de drogas y la Agencia Central
de Inteligencia. “Es posible que hayan trabajado en conjunto o que hayan tenido
alguna colaboración”, expresó en una entrevista con Bartley.
La agrupación de defensa de periodistas Artículo 19 consideró que “como lo
sugiere el asesinato en mayo de 1984 del célebre periodista Manuel Buendía,
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incluso cuando (o quizás porque) se realiza periodismo de investigación
minucioso, la vida de un periodista no corre menos riesgo. Y como se ha dicho
más de una vez en México, si mataron a Buendía, pueden matar a casi
cualquiera”.
El asesinato de Manuel Buendía detonó una estridente investigación
judicial, se estableció una fiscalía especial, se integraron comités de seguimiento,
hubo manifestaciones de repudio en todo México, el crimen se denunció en los
medios, en desplegados y carteles, en mesas redondas, en foros universitarios, en
debates públicos y en las aulas … pero transcurrieron años de silencio y opacidad
durante los cuales corrieron rumores, hipótesis y versiones de toda laya sobre las
motivaciones del asesinato, algunas racionales, otras absurdas y varias
demenciales, incluyendo las de la autoridad investigadora.
Fue intenso el reclamo popular y profunda y evidente la irritación gremial.
Las autoridades hacían esfuerzos sobrehumanos para asegurar que ni eran
cómplices ni guardaban silencio en torno al asesinato de Manuel Buendía, como
periodistas y ciudadanos se encargaban de recordarles cada 30 de mayo en los
mítines y eventos que marcaban la fecha del crimen y en los que se denunciaba la
negligencia en la investigación y la falta de resultados para esclarecer el episodio.
Cinco años después del asesinato unos supuestos autores intelectuales y
materiales fueron arrestados, llevados a juicio y sentenciados. Con el tiempo
obtuvieron el beneficio de la prisión domiciliaria y abandonaron la cárcel. Siempre
negaron su culpabilidad. Y cuatro décadas más tarde aún no sabemos si esos
indiciados fueron realmente los autores o si hubo otros responsables. También
siguen en la oscuridad las motivaciones del crimen.
Los asesinatos políticos en general y los asesinatos políticos de periodistas
en particular, no suelen aclararse. Como ejemplo, todavía no hay certeza de
quiénes fueron los autores intelectuales y materiales del asesinato en mayo de
1948 del reportero de la CBS George Polk en Salónica, Grecia, en circunsancias
inquietantemente parecidas a las que rodearon a la eliminación de Manuel
Buendía.
Juego de ojos
Miguel Ángel Sánchez de Armas
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Igual que en el caso del mexicano, a Polk lo ejecutaron por la espalda y el
crimen desató una investigación en que las autoridades prometieron llegar al
fondo “sin importar las consecuencias”, se crearon comités de seguimiento y con
el tiempo fue arrestado el periodista Gregory Staktopoulos, sentenciado a cadena
perpetua con dos partisanos comunistas juzgados en ausencia en un juicio
cuidadosamente orquestado … y posteriormente exonerado y puesto en libertad.
El mexicano y el estadounidense fueron reporteros que incomodaron a casi
todos los actores sociales, salvo a sus lectores y radioescuchas. Eran una piedra
en el zapato de los gobiernos locales y extranjeros, los partidos políticos, las
iglesias, los traficantes de favores políticos, algunos empresarios y la miríada de
cofradías que se disputan el espacio público. Y para los creyentes de la cábala,
Polk fue ejecutado en 1948 y Buendía en 1984.
¿Fueron chivos expiatorios los que pagaron las consecuencias en los
asesinatos de Polk y Buendía? Es una sospecha válida dadas las tinieblas que
envolvieron ambos casos e imposible de descartar, aunque no parece que alguien
esté en condiciones de probarla.
En un comunicado secreto que la embajada yanqui en México dirigió a su
Departamento de Estado en agosto de 1982, los diplomáticos Roman Popadiuk y
Theodore S. Wilkinson, dieron la alerta de “un hallazgo del periodista mexicano
Manuel Buendía” que probaría que desde Washington se instigó una ola de
ataques contra México en artículos de revistas estadounidenses y en la televisora
ABC.
Dice el oficio: “Buendía afirma haber obtenido un memorándum con los
números de identificación 6-26-82-29894, que muestra el nombre del
subsecretario [de Estado para Asuntos InterAmericanos Thomas O.] Enders, […]
que presenta un panorama sombrío de la situación económica mexicana y sugiere
que el país está ‘amenazado por una conflagración’. La insinuación, sostiene
Buendía, es que Estados Unidos debe prepararse para intervenir en México [ya
que] debido a su propia crisis, México ‘sería menos aventurero en su política
exterior y menos crítico con la nuestra’”.
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Aunque no revelaba nada extrardinario o ajeno al estilo de las
investigaciones periodísticas de Buendía, el cable confirmó que pese a sus
negativas, Washington sí mantenía una vigilancia sobre los movimientos del autor
de la columna “Red Privada”.
Los autores del cable no eran unos analistas de cuarto nivel cumpliendo
una chamba de rutina. Popadiuk, un académico que trabajó en el Departamento
de Estado y en el Consejo de Seguridad Nacional, fue asistente especial del
presidente Reagan y primer embajador de Estados Unidos en Ucrania; Wilkinson,
con una larga trayectoria en el servicio exterior y dos estancias en México, fue
ministro consejero para asuntos políticos de la embajada yanqui en Paseo de la
Reforma. Así que un interés pasajero, accidental o burocrático en las andanzas de
uno de tantos periodistas mexicanos antiyanquis, difícilmente. Buendía estaba
bajo la lupa al más alto nivel de Washington.
La pregunta que nos hicimos en 1984, “¿Quién mató a Manuel Buendía?”,
hoy no tiene sentido si no entendemos primero quién fue Manuel Buendía. ¿Por
qué precisamente fue él el blanco y no otro periodista relevante de la época?
“Red Privada”, la columna política de Manuel Buendía, era un espacio en
donde se exponían y analizaban los mecanismos del autoritarismo, se ofrecía al
escrutiniuo público el peligro del poder sin contrapesos y se levantaban alarmas
por la erosión de las libertades ciudadanas y los derechos humanos, a partir de un
periodismo crítico vertido en lenguaje potente, eficaz y no ajeno al humor.
En la visión de un historiador, Buendía era “un sitio de confluencia, estímulo
y expresión para los más distintos grupos y causas de México: lectores
arrinconados en su impotencia ciudadana, dirigentes sindicales urgidos de una
discusión pública de sus problemas, funcionarios intermedios alarmados por
iniciativas que se cocinaban en las oficinas de sus jefes, especialistas
universitarios ansiosos de transmitir sus diagnósticos sobre el país, directores de
comunicación social dispuestos a tomar riesgos informativos, políticos y
funcionarios decididos a sacar del secreto cómplice arbitrariedades de colegas y
excolegas”.
Juego de ojos
Miguel Ángel Sánchez de Armas
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Un cronista de aquel tiempo apuntó que sin considerarse héroe por un
instante, Buendía “asumió la responsabilidad de todo un gremio, y eso lo hizo
ejemplar e irrepetible. Sus temas, sobre todo a partir de 1980, se fueron
unificando. La corrupción gubernamental, sindical y de la iniciativa privada; el
manejo del país como cocina de secretos; las intromisiones del imperialismo
estadounidense; la irrisión que hace las veces de ‘discurso del poder’; la
construcción criminal de un Estado alternativo a nombre de Dios, las tradiciones y
la identidad religiosa del mexicano; los atropellos a los derechos civiles; el
chauvinismo que se disfraza de ‘política de seguridad nacional’”.
Buendía confiaba en la “dimensión civil de cada uno de sus artículos” y no
consideraba que sus lectores fueran sólo unos ciudadanos curiosos, anónimos o
impersonales. El columnista siempre estuvo consciente de que su papel como
orientador al servicio de la opinión pública era esencial para la salud de la
República.
Un analista social contemporáneo apuntó: “Hubo quienes apreciaban su
trabajo como un grito de alarma con el que despertaba a los lectores de la prensa
nacional, ávidos de conocer lo que pasaba en el país y en el mundo. Un periodista
que revela, denuncia, critica, pone al descubierto lo que corroe la vida de la nación
y perjudica los intereses del pueblo; pero no lo hace con la voz agria del
amargado, sino con la conciencia tranquila de quien está cumpliendo un deber […]
Manuel Buendía despierta al pueblo de México ayudándole a crear una conciencia
cívica, con un lenguaje irradiado por la gracia que hace más contundente la
verdad y la crítica”.
Y quizá el juicio más penetrante sobre el vacío que dejó el asesinato de
Buendía en la vida de México fue de un poeta, José Emilio Pacheco: “Su muerte
es la prueba trágica e irrefutable del poder de las palabras […]. Las balas que
asesinaron por la espalda a Manuel Buendía también hicieron más vital, más
valiente, más necesaria cada página suya. Buendía entendió que nuestra
catástrofe actual es también una crisis de lenguaje. Su autoridad en este campo
no requiere ponderación: Manuel Buendía no hubiera llegado a ser lo que será
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siempre si no fuese también uno de los grandes prosistas mexicanos en este fin
de siglo” (continúa el domingo 1 de junio).
25 de mayo de 2025
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