Por la recta que lleva a Perote -la carretera con más topes por metro lineal
en Veracruz y muy probablemente en el mundo- vi a un perro muy serio que
trotaba de prisa. Era un streeter-cruzado-con-callejero de pelambre grasiento
decorado con costras de lodo aquí y allá.
El rabo mordisqueado y una oreja gacha me dijeron que era un rudo entre
la jauría del rumbo. Sin embargo, algo había en su porte que me cautivó. Era,
¿cómo decirlo?, cierta altivez, un aire de firmeza y seguridad y una mirada
inteligente y reflexiva.
“¿A dónde irá ese perro con tanta prisa?”, me pregunté. “¿Qué asuntos
urgentes tendrá en una mañana de sábado?” En el tope coincidimos. Se detuvo
con las patas delanteras sobre la joroba, el morro en alto, la cabeza ligeramente
ladeada. La oreja gacha, trozada por mitad, se agitó en la brisa. Nuestras miradas
se encontraron y entonces, seguro de que no le echaría el auto encima, cruzó la
vía y se perdió en una calle polvorienta.
Ese encuentro me recordó que he conocido a muy pocos perros en mi vida.
A resultas de la revolcada que me dio una vieja dálmata en casa de mis abuelos
paternos, durante años la vista de un chucho, así fuera lejana, me paralizaba de
miedo. Absurdo, lo sé, pues invariablemente en los animales no despertaba yo
ninguna reciprocidad o interés.
Pero infancia es destino y las primeras emociones son hierros candentes
que cicatrizan la conducta. Este fue el episodio: tendría yo tres años y me paseaba
con la felicidad propia de la infancia por el gran patio de la casa con una salchicha
que provocó el interés del viejo, chimuelo y casi ciego animal. Se acercó, olfateó el
bocado, dio una suave tarascada y engulló la salchicha con todo y mi mano. Grité.
La perra se espantó y quiso correr pero no me soltaba. Apareció el abuelo.
Volaron cintarazos. Llegó la abuela con el “¡Jesús!” y el “¡Santísimo!” en la boca.
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Miguel Ángel Sánchez de Armas
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Me rescataron. La perra fue enviada al exilio. La salchicha se perdió en el ajetreo y
yo me quedé con un terror a los canes que tardé más de medio siglo en superar.
De mis escasos encuentros perrunos, tengo algunas memorias divertidas y
otras sobrecogedoras.
Hace como cien años, en uno de los ranchos norteños en donde transcurrió
nuestra infancia, mis hermanos y yo adoptamos a “Roldán”, el pastor alemán de
un vecino.
Lo rebautizamos “Tribilín” y durante algunos días lo alimentamos de lo que
mi madre ponía en la mesa. La pobre, que a diario batallaba para estirar un magro
gasto, se puso como basilisco cuando se percató de que no era nuestra saludable
hambre la que desaparecía las vituallas y salimos de la casa, niños y perro, a
escobazos.
Pero los niños y los perros hablan el mismo idioma y en las noches
siguientes “Tribilín” encontró una ventana abierta y una cama para no dormir a la
intemperie … hasta el domingo en que mis horrorizados padres descubrieron a su
camada abrazada al perro que, lo juro, roncaba.
Con el tiempo crecí y me casé. Una madrugada después de una juerga
descubrí en la cochera a una famélica y asustada perrita y en un arrebato la
adopté y la llevé a casa … con los resultados que imaginará el lector. Yo tuve más
suerte que el animal, pues dormí en el sofá.
Luego fui padre de una hijita y un día la hijita quiso un perrito. En una tienda
de mascotas adquirí por una cantidad obscena una bolita de pelo con ojos,
garantizada libre de pulgas y enfermedades contagiosas que, a la manera de la
película de los Gremlins, en poco tiempo se transformó en el perro más bobo del
mundo y en una nauseabunda máquina de lamer. Y al tiempo llegaron los
reemplazos, mismos que terminaron sus vidas perrunas muy contentos
repoblando comarcas enteras en Veracruz y en Puebla.
Pasaron los años. Un domingo por la mañana, sobre la autopista a
Cuernavaca, un chucho corrió entre los coches en el momento en que yo
aceleraba la motocicleta y quedó paralizado en la trayectoria de 450 kilos de metal
y conductor. No fueron más de tres segundos. Lo vi aplanarse sobre la panza. En
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su mirada, que se trabó con la mía, apareció un espanto de muerte, una visión del
fin del mundo. En la siguiente escena voy patinando sobre mi costado izquierdo
con el casco chirriando en el asfalto, la motocicleta vuela fuera de la carretera y el
perro va rumbo al Olimpo de sus antepasados.
Otra tarde, circulando por una vía congestionada, de entre una milpa a la
orilla del camino aparecieron tres perros enormes que corrían y brincoteaban en
una extraña danza erótica. El que iba a la cabeza hizo una cabriola, tomó tierra y
se aventó en la trayectoria del auto, su mirada fija en mí, los belfos hinchados, la
lengua de fuera, todo él una expresión de júbilo. Quedó atorado en la defensa y lo
arrastré un trecho antes de lograr orillarme. Como salió corriendo a toda velocidad
mi conciencia se tranquilizó. Espero que se haya recuperado.
También he sido agredido por estos acólitos de San Roque. Una noche, en
un restaurante de postín parisino, un diminuto y perfumado braco me estuvo
gruñendo y mostrando los colmillos cada vez que su dueña se descuidaba. Y en
uno de mis anteriores empleos aún se rumora que yo fui responsable por omisión
del deceso de la “Pelusa”, compañera del “Canelo”. La pobre quedó en calidad de
calcomanía cuando se rehúso a darle el paso a un camión materialista. ¿Mi
pecado? No haber prohibido el paso de las trocas a la obra en construcción.
¡Válgame Dios!
No entiendo cómo fue que destapé la Caja de Pandora del mundo canino.
Parece que el amor a los perros es más intenso que el amor por la justicia.
“¿Cómo es posible que le tengas miedo a los perritos, si son lo más lindo
del mundo?”, exclamaba con tono acusatorio mi cuata A.B., la que tiene un
doctorado en ciencia política.
Cuando le recordé que un Rottweiler destazó a su dueño, que están
documentados casos de Dóberman que se almorzaron a los bebés que debían
cuidar y que en la obra de Orwell Napoleón utiliza a los mastines que secuestró
cuando cachorros para oprimir a los demás animales de la granja, respondió con
un mohín de fastidio: “¡Ay .. tú siempre tan exagerado!”
De vez en vez en las reuniones sociales o académicas algún conocido me
detiene y con ojo entrecerrado y voz silbante quiere saber si realmente lancé los
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Miguel Ángel Sánchez de Armas
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450 kilos de mi motocicleta contra un indefenso perrito en la carretera a
Cuernavaca. Pone ojos de plato cuando digo que así fue y alza los hombros con
desdén al escuchar el tímido colofón de mi aventura: tres meses con un cabestrillo
y una fortuna en medicinas y rehabilitación.
El colmo fue B.K. Luciendo la más brillante de sus sonrisas me extendió un
libro de Benítez Carrasco y con ironía afilada cual estilete de Capeto apostrofó,
“Pues nunca he sabido que a un periodista alguien le haya escrito un poema …
¡como sí ha sucedido con los perros!”:
Con una pata colgando / -despojo de una pedrada- / pasó el perro por mi
lado. / Un perro de pobre casta. / Uno de esos callejeros / pobres de sangre y de
estampa.
Respondí que estaba equivocada. Que en la poética popular bardos hubo
que cantaron a los informadores. “¿Ah sí?”, contestó. “¿Cómo quién?” Me exprimí
el seso y sólo recordé las formidables estrofas de Guillermo Aguirre:
En torno de una mesa de cantina, / en una noche de invierno, /
regocijadamente departían / seis alegres bohemios …
Ella examinó sus cuidadas uñas y sin mirarme, respondió: “Sí, claro.
Ustedes los periodistas … son … medio … bohemios, ¿verdad?”
Me di cuenta de que era imposible ganar y acepté que en el poema de
Benítez hay al menos una estrofa con imágenes afortunadas, aquella que reza:
Y adiós la desconfianza. / Que ya se tiende a mis pies / a tiernos aullidos
habla, / ladra para hablar más fuerte, / salta, gira, gira, salta, / lloran, ríen, ríen,
lloran / lengua, orejas, ojos, patas, / y el rabo es un incansable / abanico de
palabras.
Y desde luego que es mérito de condigno, si esta condición se puede
aplicar a un poeta, que imagine un cielo de los perros en donde un San Roque
recibe a los gozques y los recompensa por los sufrimientos en su valle de
lágrimas:
Para t i… un rabo de oro, / para ti … un ojo de ámbar; / tú tus orejas de
nieve; tú, tus colmillos de escarcha. / Tú … tu muleta de plata.
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Miguel Ángel Sánchez de Armas
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Estoy deprimido. ¡Protesto! Sólo quise documentar mi escasa relación con
el mejor amigo del hombre. No me merezco un trato así. Quizá deba regresar al
columnismo político. Entonces nadie se metería conmigo.
Pero no puedo dejar de preguntarme: ¿a dónde van los perros?
21 de julio de 2024
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