La Iglesia católica mexicana como institución siempre estuvo al lado del conservadurismo dominante: con los españoles, contra la Independencia, con Antonio López de Santa Anna, al lado de los miramares que fueron al Palacio de Miramar para traer a Maximiliano, contra el reformismo liberal de Benito Juárez, al lado de la dictadura de Porfirio Díaz y contra la Constitución de 1917.
Aunque siempre existió el deseo de usar a la Iglesia como un ariete contra el poder civil, la sociedad mexicana ha tenido una configuración sui generis: es profundamente religiosa para sus actos de fe, pero siempre ha repudiado a la estructura de la jerarquía católica porque representa los intereses de los sectores poderosos.
En este sentido, nada debe esperar México de la elección del nuevo Papa, a pesar de los menos de cien millones de creyentes. Esta cifra pudiera dar la falsa imagen de que por la feligresía pudiera ser la Iglesia un factor de poder como institución política y terrenal. Pero en la realidad, los creyentes han sabido dividir la Iglesia como religión popular y la iglesia como un poder político al lado de los poderosos.
La construcción del Estado mexicano se basó en la lucha severa entre el poder civil y poder religioso, y la jerarquía católica nunca pudo ejercer directamente el poder a pesar de que las constituciones de 1824 y 1957 decretaron al catolicismo como religión oficial, pero no pudo darse la síntesis entre ambos poderes. Al ser nombrado gobernador de Oaxaca, Benito Juárez arrestó al obispo porque se negó a cumplir con la ley civil que obligaba aquel mandatario designado tomará posesión en un te deum en la Catedral de la capital del Estado. Fue el mismo Juárez qué años después decretó la desamortización de los bienes de la Iglesia y mostró que la estructura religiosa era una de los principales latifundistas rurales y urbanos.
La Iglesia católica en México ha tenido tres ciclos consistentes: como instrumento de control social a través de la religión durante el periodo de la Nueva España, la hegemonía de la religión por encima del poder civil hasta la Constitución de 1917 y parte sustancial del sistema político priista por intervención del embajador estadounidense Dwight Morrow que condicionó el apoyo a una estructura política de Gobierno civil, central y sin fueros.
De 1926 a la reforma del artículo 130 en 1992, la Iglesia se dividió en tres corrientes: la autónoma tipo Samuel Ruiz y Sergio Méndez Arceo, la de la teología de la liberación y la institucional como sector invisible del PRI. La expropiación de la banca en septiembre de 1982 reacomodó los bloques de poder y la iglesia como institución –es decir, el episcopado terrenal–, también con el apoyo y estímulo de Estados Unidos a través del embajador John Gavin en modo Morrow, buscó articular una santa alianza de poder PAN-empresarios-obispos radicales de la derecha.
El presidente Salinas de Gortari tomó decisiones para reorganizar las bases estructurales del sistema/régimen/Estado/
El presidente Luis Echeverría fue a Roma en 1974, violando el espíritu constitucional de separación de poderes fácticos, para pedirle al Papa Paulo VI que apoyara su Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados –un modelo de nacionalismo internacional–, pero sin efecto al interior de México. El Papa Juan Pablo II tuvo una agenda ideológica proveniente de su origen en la dictadura comunista de Polonia y se alió al presidente Reagan para buscar una transición democrática mundial, y en México fue recibido y erigido en Papa –llegó en 1978 como cardenal y se fue como Papa por el cariño de los mexicanos–, pero nada tuvo que ver en 1978 con la reforma política que ya estaba operando el presidente López Portillo separando iglesia/religión/fueros extraterrenales y la realidad política del régimen en transformación.
En términos estrictos, los Cónclaves del Papado en los últimos casi 90 años solo se celebra como acto de fe en la Iglesia mexicana, pero sin ninguna intervención en la correlación de fuerzas ideológicas del país. Hubo un tiempo en que la iglesia imponía ciertos principios religiosos al poder público –como que los presidentes no debían ser divorciados y López Portillo tuvo que reconciliarse con su esposa Carmen Romano–, pero el catolicismo del PAN y del PRI no afectaron la correlación ideológica, López Obrador pertenecía a grupos cristianos y la presidenta Sheinbaum es de origen judío.
Sea quien sea el próximo Papa, la Iglesia Católica mexicana seguirá ausente de la realidad nacional.
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Política para dummies: la política a veces se mueve con resortes religiosos.
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